Dios nace deliberadamente para morir. Belén apunta ya a la locura de amor de la Cruz
Las Provincias
Me han golpeado estos días cabeza y corazón aquellos versos de Miguel Hernández, prietos de dolor por la muerte del amigo: "Yo quiero ser llorando el hortelano / de la tierra que ocupas y estercolas, / compañero del alma, tan temprano". Esa bella expresión de un gran sentimiento, aunque extrañe, me ha movido a mirar a Cristo, al Dios hecho hombre que marchó a la cruz tan temprano. Vida corta la del Hombre de Nazaret, recorrida con prisa: tengo que ser bautizado con un bautismo de sangre y cómo tengo el alma en prensa hasta que suceda. Vuelvo a Miguel Hernández: "A las aladas almas de las rosas / del almendro de nata te requiero, / que tenemos que hablar de muchas cosas, / compañero del alma, compañero".
Cuánta confidencia íntima a desgranar con el Crucificado. Asombro: "¿Qué tengo yo que mi amistad procuras, / qué interés te sigue, Jesús mío, / que a mi puerta, cubierto de rocío, / pasas las noches del invierno oscuras?". El anónimo místico castellano muestra su estupor ante un Dios anonadado en el hombre hasta el abajamiento de su muerte en la cruz, que continúa esperando un amor no necesitado y, sin embargo, buscado siempre a las puertas frías de las casas de los hombres. Y quizá, sumidos en el sopor, respondemos con el mañana le abriremos, para lo mismo responder mañana.
Tal vez acontece aquello tan triste como real, que se lee en Camino: "Ese Cristo que tú ves, no es Jesús. Será, en todo caso, la triste imagen que pueden formar tus ojos turbios... Purifícate...". Tal vez cambiemos, buscando su mirada amable, alegre, misericordiosa, llena de cariño; aquella que se posó sobre ciegos, lisiados y leprosos, sobre los discípulos tristes de vuelta a Emaús o la mujer samaritana; la de los ojos que lloraron por Lázaro, su amigo muerto, o la vista nublada por el dolor de una madre camino del entierro de su único hijo. Pero, ¿cómo serían los ojos misericordiosos puestos sobre el buen ladrón cuando está a punto de morir crucificado? Cristo es mucho más que una imagen ensangrentada; al parecer, fuerte para algunas sensibilidades. Dando vueltas a todo esto, también han surgido del recuerdo aquellos versos sencillos de Gabriel y Galán: "Cuando pasa el Nazareno / de la túnica morada, / con la frente ensangrentada, / la mirada del Dios bueno / y la soga al cuello echada, / el pecado me tortura, / las entrañas se me anegan en torrentes de amargura, / y las lágrimas me ciegan, y me hiere la ternura". Ese es el único modo en que hiere Jesús crucificado: con la ternura del amor sin medida.
Parece impropio hablar de la Cruz en las cercanías de Navidad. Pienso que no. Escuché a monseñor del Portillo, prelado del Opus Dei, que todos morimos porque nacemos: es la condición de la criatura. Pero Dios nace deliberadamente para morir. Belén apunta ya a la locura de amor de la Cruz. Sin disimulo, san Pablo asegura que los judíos piden signos y los griegos buscan sabiduría, pero nosotros en cambio predicamos a Cristo crucificado, escándalo para los judíos, necedad para los gentiles, pero fuerza y sabiduría de Dios para los llamados. Es la fuerza del amor total, tantas veces incomprendido; el amor salvífico que, además, empapa nuestra cultura.
Al Cristo de Velázquez dedicó Unamuno su poesía inolvidable: "por Ti la muerte se ha hecho nuestra madre, / por Ti la muerte es el amparo dulce / que azucara amargores de la vida; / por Ti, el Hombre muerto que no muere / blanco cual luna de la noche. [...] Clamamos / a Ti, Cristo Jesús, desde la sima / de nuestro abismo de miseria humana, / y Tú, de humanidad la blanca cumbre, / danos las aguas de tus nieves". Quizá al hombre contemporáneo, saturado de bienestar y sensualidades, le cuesta entender. Vale la pena el empeño por sentir con el clásico: "No me mueve, mi Dios, para quererte / el cielo que me tienes prometido, / ni me mueve el infierno tan temido / para dejar por eso de ofenderte. / Tú me mueves, Señor, muéveme el verte / clavado en una cruz y escarnecido, / muéveme ver tu cuerpo tan herido, / muévenme tus afrentas y tu muerte".
El Crucificado ilumina las grandes cuestiones de la existencia: de dónde vengo, adónde voy, quién soy, qué sentido tienen mi vida y el dolor y el sufrimiento, qué hay al otro lado de la muerte. Que tenemos que hablar de muchas cosas, compañero del alma, compañero.