Lo que está en juego es la salud moral de nuestra sociedad y su civilización
Gaceta de los Negocios
En 2007 se han practicado en España, según datos oficiales, 112.138 abortos voluntarios, un 10,38% más que en el año anterior. En nueve años, la cifra anual se ha duplicado. El dato sería aún mayor si se tuvieran en cuenta los abortos clandestinos. Se practican más abortos a menores de edad. El fraude masivo de ley se acoge al supuesto del riesgo para la salud física o psíquica de la madre. En algunas clínicas se practican sin la existencia de informes previos. De hecho, se utiliza como método anticonceptivo que produce un negocio siniestro.
Es significativo que la sanidad pública se encuentre casi totalmente al margen. Estamos ante una atroz crisis moral de nuestra sociedad. Se trata de un crimen masivo, de una matanza, en cierto sentido, más terrible que las que producen las guerras, que constituye un testimonio contra toda una época y exhibe la decadencia moral de una civilización. Se trata de un peligro mucho mayor que el que representa el fundamentalismo islámico, ya que corroe por dentro nuestros cimientos morales.
Ante esta matanza creciente, el Gobierno propone dos vías de actuación. La primera, a través de la educación. Pero ¿qué educación? Más bien se trata de una educación para la promiscuidad. La verdad es que cada vez hay más información, más anticonceptivos y más preservativos. Y el aborto no deja de crecer. Es el efecto, no querido, de la mala educación. Pero el Gobierno no quiere ni oír hablar de valores como compromiso, fidelidad, responsabilidad y control racional de los instintos y pasiones. Al menos debería haber quedado ya claro que no se combate el aborto con preservativos.
La segunda vía de actuación es la reforma legal para establecer un sistema de plazos, sutil triquiñuela seudojurídica, que permite calificar algo como un derecho y a partir de un momento perfectamente arbitrario convertirlo mágicamente en delito. El efecto de una ley de plazos no puede ser sino el aumento de la estadística criminal. Por lo demás, a nadie se le ocurriría legalizar el hurto, la violación o la violencia doméstica porque aumenten los casos.
Muchos son los males del aborto. El mayor de todos es el asesinato de inocentes no nacidos. Luego viene lo demás: desde el sufrimiento de la mujer hasta el negocio criminal. Una sociedad no puede convivir con el crimen legal. Ni la promiscuidad informada ni la ley de plazos constituyen la solución. El Gobierno desprecia lo que verdaderamente importa: primero, defender la vida humana en todas sus fases; después, promover una educación sexual correcta. Y, algo muy importante, arbitrar medios de ayuda a las mujeres que viven un embarazo no deseado, pues al crimen se le añade el absurdo de asesinar embriones a la vez que cientos de miles de parejas desean adoptar niños. No es la ley lo que debe ser cambiado, sino el fraude masivo. No se puede invocar la seguridad jurídica para justificar el fraude de ley.
El consentimiento social del aborto voluntario es la más abominable expresión de la crisis moral de nuestra sociedad, mucho más profunda y grave que la económica, que acaso no sea, sino consecuencia de aquélla. No es un error moral sino un horror inmoral. Crece la matanza y aumenta la vergüenza. El hedor es tan insoportable que se hace preciso recurrir a la mentira y al eufemismo. Lo que verdaderamente está en juego es la salud moral de nuestra sociedad y su civilización.
Ignacio Sánchez Cámara es catedrático de Filosofía del Derecho