El ciudadano actual parece deambular por un gran supermercado con tantas posibilidades que al final no sabe qué elegir
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No se puede arrojar la cesta con el niño. Junto a los elementos positivos que tiene la situación presente, se perciben sombras preocupantes y amenazadoras. Algún aspecto merece especialmente nuestra atención. El eclipse de la razón y el desmoronamiento de los grandes relatos, dejan al ser humano sin las mínimas y necesarias certezas, perdido en visiones deshilachadas y fragmentadas de la realidad, falto de fundamentos que pongan en pie su vida y de brújula que lo oriente. No hay metas hacia las que caminar, certezas que defender ni rumbo que seguir. Alguien ha dicho que el ciudadano actual camina despacio porque no tiene a dónde ir.
Si todo esto es grave, peor resulta la complaciente indiferencia con que se reacciona. El vacío de sentido, el hundimiento de los ideales no han llevado como cabría esperar, a más angustia, más absurdo, más pesimismo
, el sistema invita al descanso, al descompromiso emocional. El ciudadano actual parece deambular por un gran supermercado que le distrae, le seduce y le atosiga con tantas posibilidades que al final no sabe qué elegir, o, ya aturdido, elige cualquier cosa sin saber si le va a servir para algo.
La nueva situación merece un análisis crítico y una toma de postura. Como ciudadanos y educadores tenemos que tomar de nuevo el timón y, sin atender a los cantos de sirena, perseguir afanosamente la máxima humanización propia y ajena. No puede prescindirse de ella, aunque tenga que ser entendida de otra manera. No ciertamente la racionalidad instrumental que ha presidido la modernidad, pero sí otra racionalidad, esa racionalidad que ya propugnaba Ortega y Gasset, cuando hablaba de la razón vital. Esa racionalidad que exige no sólo pensar con la cabeza, sino con el corazón, porque, como decía Pascal, el corazón tiene razones que ignora la razón. Una racionalidad, en fin, transida de afecto y amor por las personas y el mundo.
Necesitamos, además, una racionalidad crítica, no una racionalidad ingenua, domesticada o servil que se conforma con almacenar conocimientos para quizá, sin quererlo, contribuir en nombre de la ciencia y el saber a la consolidación del injusto orden establecidos, sino una racionalidad aguda y perspicaz capaz de percibir las contradicciones que encubre, los intereses a los que sirve y las consecuencias que promueve. Una razón, pues, al servicio de la libertad y de la justicia.
Estamos urgidos, además, de una racionalidad dialógica, como propone Jürgen Haberlas, es decir aquella que renunciando a la presunción individualista y etnocéntrica, tan típica de occidente, se sienta a dialogar pacientemente con los otros, sean más o menos inteligentes, jóvenes o mayores, del mundo desarrollado o del mundo pobre, de una confesión o de otra, para poner sobre la mesa común las razones y visiones fundadas de cada cual y así gestar entre todos el verdadero conocimiento.
En definitiva, la respuesta a la situación actual es educación para todos a lo largo de toda la vida. Educación que confiere soberanía personal, capacidad de participación, plena ciudadanía. Tendremos que, urgentemente, en una vasta acción educativa de gran calado, distinguir bien los fines de los instrumentos, los valores de los precios.
Junto con lo dicho, se debe hacer un hueco para la utopía y la trascendencia, dimensiones que no contradicen a la razón, sino que reconociendo sus límites, son capaces de impulsarla hacia delante y hacia arriba abriendo nuevos y estimulantes horizontes de realización para individuos y pueblos.