No es razonable que quien no puede votar, sí pueda decidir sobre su propia vida
Gaceta de los Negocios
El caso de la adolescente inglesa de 13 años Hanna Jones no tiene nada que ver con la eutanasia. Sus padres han aceptado su decisión de no ser sometida a una nueva operación, de resultados muy problemáticos, y volver a su casa para esperar serenamente una muerte próxima.
El caso no presenta ninguna analogía con el reciente protagonizado por los padres de una joven italiana, Eluena Englaro, que han obtenido del TS la autorización para dejar de alimentar a su hija, que lleva varios años en coma. Su muerte se producirá por inanición. Este sí es un caso de eutanasia, quizá pasiva, pero censurable tanto desde la perspectiva moral como jurídica.
En realidad, dejar morir de inanición es equiparable a matar. Y el precepto que prohíbe matar incluye a todo ser humano. Pero el caso de Hanna Jones es muy distinto. No se trata de un supuesto de eutanasia. Renunciar a una operación o a un tratamiento médico no es lo mismo que quitarse la vida. Jurídicamente, sólo es relevante aquí el problema de la autonomía de la joven o de la necesidad de la autorización de los padres. En este caso, se ha producido. No hay problema legal. Otra cosa sería si la voluntad de los padres hubiera sido contraria.
Se plantea así el problema de la autonomía de los menores. El aumento del ámbito de su autonomía no deja de plantear graves problemas, pues abre la puerta a la libre decisión de los menores sobre su sexualidad, con lo que cabría despenalizar las relaciones sexuales consentidas con adultos, es decir, la pederastia, o admitir el derecho a exigir la píldora del día siguiente. También habría que replantearse entonces el tratamiento penal de los delitos cometidos por menores.
En cualquier caso, no es razonable que quien no puede, por ejemplo, votar, sí pueda decidir sobre su propia vida. No cabe hacer reproches desde el punto de vista moral, aunque haya quien, como es mi caso, prefiera la continuidad del combate por la vida. Pero quien opta por renunciar a la lucha y espera serenamente la muerte no merece reproche moral alguno. Incluso existe no poco de ejemplaridad en esta aceptación serena de la condición mortal de nuestra vida terrena.
No andan, en cualquier caso, muy claras las ideas acerca de la autonomía de la voluntad. No significa ésta, desde luego para Kant, su más ilustre defensor, el derecho de cada uno a hacer lo que le viene en gana, sin más límite que el de no dañar a otros. La autonomía de la voluntad consiste en el hecho de que la ley moral se encuentra en la propia conciencia y no depende inmediatamente de una autoridad exterior, pero la libertad no consiste en obrar según el capricho, sino en cumplir la ley moral. No es la autonomía de la voluntad lo que merece, sino la actitud de la voluntad de obrar conforme al deber. Es la bondad lo que merece respeto. No creo que haya un derecho a morir, pero estoy seguro de que existe el deber de no matar.
El problema no consiste en respetar o no la decisión del enfermo, suponiendo que sólo de eso se trate, sino en determinar si su voluntad es o no conforme a la ley moral. El imperativo no matarás no cesa ante la voluntad del enfermo terminal. A lo que éste tiene todo el derecho es a recibir cuidados paliativos, y la ciencia médica no carece de ellos. Pero el más eficaz de todos ellos es el amor de quienes rodean al enfermo, que le confirma que su vida ha tenido sentido, que lo tiene y que lo tendrá.
Ignacio Sánchez Cámara es catedrático de Filosofía del Derecho