No deja de resultar curioso que los derechos de los animales se traten de imponer en una época en que la vida humana ha dejado de ser inviolable
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Desde hace algún tiempo, se ha impuesto la fórmula derechos de los animales, con la que se trata de convertir a seres irracionales en sujetos de protección jurídica. Siempre me ha interesado mucho el debate en torno a este asunto, porque creo que es muy expresivo del eclipse de la conciencia que caracteriza al hombre contemporáneo.
Habría que empezar señalando que la propia expresión derechos de los animales incorpora una malversación del concepto jurídico de derecho, que exige una obligación correlativa. Y los animales, a diferencia de los hombres, no pueden obligarse. Aquí podría oponerse que tampoco los niños, y mucho menos un nasciturus, pueden asumir obligaciones; pero en ellos reconocemos una potencialidad, sabemos que en un futuro más o menos próximo podrán hacerlo, y mientras no pueden los cubrimos bajo el manto de nuestra protección, reconociendo en ellos a unos semejantes desvalidos, miembros de una fraternidad universal.
Digamos que la capacidad para obligarse de un niño está ínsita en su condición humana, se ha empezado a gestar para realizarse plenamente en un estadio futuro. En cambio, sabemos que un orangután o un guacamayo jamás podrán obligarse; sabemos que en su senectud serán tan incapaces como lo son en la tierna infancia; y sabemos, en fin, que no son nuestros semejantes. ¿Cómo puede erigirse en sujeto de derechos un ser que nunca podrá ser sujeto de obligaciones? Cuando proclamamos que al hombre lo asiste un inalienable derecho a la vida estamos proclamando también que lo obliga el deber de respetar la vida de los demás hombres; cuando defendemos el derecho a la propiedad estamos condenando el hurto, y así sucesivamente.
Ciñéndonos al asunto que nos ocupa, podríamos decir que el hombre es titular de un derecho a un dominio justo sobre la naturaleza, puesto que es la única criatura que puede aprovechar racionalmente sus recursos; pero, al mismo tiempo, al hombre lo obliga un deber de respeto sobre esa naturaleza que domina, y cualquier intento de esquilmarla deberá considerarse un abuso. Durante muchos siglos y aun hoy en día, o sobre todo hoy en día estos abusos no han sido castigados, porque tal dominio justo ha degenerado en rapacidad y mercadería; y, puesto que los hombres no cumplimos con nuestras obligaciones, ¡se trata de reforzar nuestra obligación convirtiendo a los animales en titulares de derechos!
Pero los derechos jurídicos presuponen la condición humana; el Derecho mismo es el producto de un pacto entre hombres, conscientes de su condición humana. Extenderlo a los animales es un grosero dislate jurídico. Otra cosa muy distinta es que a los hombres nos obligue un deber de protección de otras formas de vida no humanas; deber que es la consecuencia natural del dominio justo que el hombre está obligado a ejercer sobre la naturaleza.
Siempre he sospechado que en esta vindicación de los llamados derechos de los animales subyace ese eclipse de la conciencia que C. S. Lewis designó abolición del hombre. No deja de resultar curioso que los derechos de los animales se traten de imponer en una época en que la vida humana ha dejado de ser inviolable; en una época que ya no considera dignos de protección a todos los hombres, ni en todas las etapas de la vida. Quizá ambas aberraciones jurídicas se nutran en el mismo manantial (o albañal, por expresarnos más atinadamente): a fin de cuentas, equiparar a un hombre con un orangután o un guacamayo es otra manera sibilina de abolirlo, de negar su humanidad, de borrar los rasgos distintivos que lo erigen en una criatura única, misteriosamente singular, entre todas las criaturas de la Creación.
Y es que, para contemplar al hombre en su unicidad, hace falta despojarse primero de los densos nubarrones del sofisma. Cuando el hombre deja de ser la medida de todas las cosas, cuando se le considera tan sólo el resultado final y aleatorio de una evolución natural, entonces triunfan los sofismas. El hombre se diferencia de los animales en especie, no en grado; entre hombres y animales existe una desproporción insalvable. Esa desproporción es la que permite al hombre mirar los animales que pueblan la tierra y descubrir que son buenos, esforzándose en consecuencia por protegerlos.
Que haya hombres aviesos incapaces de reconocer la bondad de los animales no se arregla endiosando a los animales. En cambio, endiosar a los animales es como desdiosar al hombre; esto es, como abolirlo.