No debemos cansarnos de iluminar aun los rincones más apartados del escenario público
Diario de Navarra
El pasado 30 de octubre comenzó sus trabajos la subcomisión parlamentaria que va a tratar la reforma de la ley del aborto. Su presidenta, Carmen Calvo, ha impuesto unas particulares condiciones de trabajo: las sesiones se desarrollarán a puerta cerrada, no se transmitirán por el Canal Parlamentario, no se permitirá la entrada a periodistas y las opiniones de los expertos convocados no se transcribirán en el Diario de Sesiones.
Al enterarme de esos detalles sólo le faltó añadir que se reunirían de noche y con los rostros cubiertos por pasamontañas recordé las palabras de Elias Canetti que he tomado como título para este artículo. Tenemos ocasión de comprobar de modo reiterado que no han perdido actualidad. Por desgracia, comportamientos como los de la señora Calvo no constituyen un hecho aislado. En esos mismos días, el Presidente de la Xunta de Galicia, Emilio Pérez Touriño, invocaba motivos de seguridad para evitar dar información sobre el coste de la reforma de su despacho (más de dos millones de euros) o el desembolso ocasionado por la adquisición y blindaje de varios coches oficiales (unos 480.000 euros). Pero la opacidad no es patrimonio exclusivo de los políticos. En una rueda de prensa celebrada en esas fechas, el consejero delegado del Banco de Santander afirmaba que su banco no es partidario de que se conozca el nombre de las entidades que se beneficien de las multimillonarias ayudas ofrecidas por el Gobierno para aumentar la liquidez del sistema financiero. En su opinión, dar publicidad a ese dato tendría un efecto reputacional negativo sobre ellas. Uno no sabe qué admirar más, la desfachatez o el cinismo.
¿Qué circunstancias llevan a los que mandan a evitar la publicidad y actuar en la sombra? Me parece que no hay más que dos posibles explicaciones: o no tienen argumentos para justificar su postura o buscan en el fondo un objetivo inconfesable. En cualquiera de los dos supuestos les conviene trabajar de espaldas al público, incluso en secreto. Sin embargo, la transparencia en la gestión de los asuntos que afectan a todos constituye una exigencia básica para la democracia auténtica, aunque resulte tan difícil de alcanzar en la práctica. Se trata de un logro sumamente improbable, pero al que no podemos renunciar. Incluso en las democracias más maduras y asentadas observamos continuos retrocesos en la libertad de expresión o en la disposición del gobierno para someterse al escrutinio público. No debemos cansarnos de iluminar aun los rincones más apartados del escenario público, pues la experiencia indica una y otra vez que las peores crisis no se arreglan a escondidas, sino a plena luz del día. Cuanta más transparencia, más democracia. La libertad de expresión es una planta frágil, que florece en condiciones bien especiales y que se encuentra permanentemente amenazada. Nunca podemos considerarla definitivamente asentada y es tarea de todos velar por su supervivencia. La clase política falla en ocasiones, pero el remedio no está en saltarse las reglas y dejar que unos pocos decidan en secreto y sin control, sino en extremar las cautelas para asegurar la transparencia en los procesos de decisión.
El destino de los fetos en el seno materno o el de esos miles de millones que van a salir de los bolsillos de todos no son asuntos baladíes, sobre los que se deba decidir en la clandestinidad. ¿No nos merecemos una explicación por parte de los señores del gobierno y de la banca? ¿Por qué esa tendencia a considerar a los ciudadanos como niños que no han llegado todavía al uso de razón?