Hemos de resituar nuestra cultura en el ámbito de los deberes y no sólo en los derechos
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Hace unos días se celebró en Barcelona una concentración de mujeres lactantes que reivindicaban dar el pecho como algo natural, dificultado por la estresante dinámica de la sociedad actual. Este hecho me ha provocado una reflexión sobre la generosidad, sobre la actitud de abrirse al prójimo, pese a quien pese. Una actitud que incluso podríamos calificar de heroica, como sin duda lo es la maternidad en el mundo de hoy.
En los tiempos que corren, nos hemos instalado en la cultura de los derechos y de las reivindicaciones, sin duda la mayoría justas, y, por qué no decirlo, en una cierta comodidad de las paces forzadas. Cuántas veces hemos escuchado la frase: ¡No te compliques la vida!, ¡No te líes!, ¡Qué te pagan por hacer esto!, u otras similares. Está claro que el receptor de los mensajes anteriores no se guía por la ley del mínimo esfuerzo, ni, por supuesto, por impulsos meramente mercantilistas.
La virtud de la generosidad se sitúa en esos escenarios, en los que se actúa sin pedir nada a cambio. La generosidad es el fermento de una actitud vital en la que la trascendencia tiene su campo abonado. La actitud cristiana ante la vida se fundamenta, así, en la generosidad basada en la transcendencia. El modelo de Cristo en la Cruz es el mejor ejemplo de generosidad, de donación, al dar la vida por la salvación del género humano.
Por ello la actitud cristiana ante la vida y el mundo ha de seguir las pautas que Cristo nos marcó: compromiso, lucha por un ideal, salir de nosotros mismos, aventurarnos al diálogo, dar la vida por los demás, en definitiva. Sin esperar nada a cambio, como Jesús crucificado. Sólo así podremos llevar con éxito el proceso de humanización que Él inició.
Seguro que todos conocemos personas que nos han impactado, por su donación a los demás, a la familia, al trabajo, a un proyecto, el que sea. Personas que no salen en los medios de comunicación, ni en las enciclopedias, pero que han firmado su vida con trazos bien profundos. Personas, que no salen en la foto pero que han sido capaces de trascender.
De hecho, tenemos dos caminos por recorrer: la insolidaridad, el individualismo, el materialismo, el consumismo, viviendo el día a día con frenesí y sin sentido, o bien, compartir (que no es lo mismo que repartir), buscar el sentido de la vida, mirando la trascendencia, trabajando por la paz interior y exterior, o, con otras palabras, haciendo posible el bien, y la civilización del amor. No hay duda que este segundo camino es más pleno, más enriquecedor. Sólo hemos de pensar: ¿Qué puedo hacer hoy por ti?, con el corazón abierto, con sinceridad, humildad, con toda la generosidad del mundo.
Ahora bien, para hacer efectiva al máximo la generosidad hemos de resituar nuestra cultura en el ámbito de los deberes, morales y cívicos, y no sólo en los derechos, para así recordar las palabras de Thomas Merton: Los hombres no son islas.