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¿En qué consiste escuchar la palabra de Dios y cuál es su lugar en la vida y la misión de los cristianos? A menos de un mes del próximo Sínodo que tratará precisamente de ese tema, cabe reflexionar sobre la perspectiva de Benedicto XVI, en una de sus predicaciones.
Las realidades expresadas en el título parecen bien diversas. Sin embargo, tienen una fuerte conexión antropológica y, en la perspectiva cristiana, una profunda e interesante conexión.
Lo explicaba el Papa en diciembre de 2006, al consagrar por vez primera como obispo de Roma una iglesia de la Urbe. Lo hizo abordando la simbología de los templos de piedra. Ellos representan a la Iglesia como misterio de comunión con Dios y de los cristianos entre sí: «Estamos dedicando una iglesia, un edificio en el que Dios y el hombre quieren encontrarse; una casa para reunirnos, en la que somos atraídos hacia Dios; y estar con Dios nos une los unos a los otros».
Tomando pie de los textos litúrgicos, recordó cómo, tras el exilio, el Pueblo de Israel se propuso reconstruir el templo, símbolo de su unidad y destino, como Pueblo elegido del Dios vivo. Para eso necesitaba ante todo reconstruirse a sí mismo, sobre la conciencia de su identidad.
Esto lo hacía sobre todo el último día del año, reviviendo la alianza del Sinaí, cuando Moisés recibió la Palabra santa de Yahweh. Una palabra que se leía y explicaba, como camino y luz para la edificación del Pueblo. A continuación explotaba la fiesta en la alegría de la celebración y el banquete, en el que cada familia compartía lo que tenía con el que nada poseía. Esa alegría era para los israelitas como el cimiento y la energía, la fuerza que cohesionaba el templo, que le daba sentido y orden. Y continúa siéndolo para el cristiano que, además, encuentra en el templo al Dios vivo, hecho carne por nosotros y encerrado en el tabernáculo.
Al releer esta homilía, he recordado una vez más el dicho medieval: «La Iglesia no son las piedras, sino los fieles» que en ella se reúnen. Así lo afirma Benedicto XVI aludiendo a la Palabra: «El edificio de la iglesia existe para que nosotros podamos escuchar, explicar y comprender la palabra de Dios; existe para que la palabra de Dios actúe entre nosotros como fuerza que crea justicia y amor. En especial, existe para que en él pueda comenzar la fiesta en la que Dios quiere que participe la humanidad, no sólo al final de los tiempos, sino ya ahora mismo. Existe para que nosotros conozcamos lo que es justo y bueno, y la palabra de Dios es la única fuente para conocer y dar fuerza a este conocimiento de lo justo y lo bueno».
Dicho brevemente, el templo existe para que aprendamos a vivir la alegría del Señor, que es nuestra fuerza. Y por eso hay que sentirse felices, alegres y fuertes en y desde la comunión con Dios.
Nótense bien algunos matices que el obispo de Roma encuentra en la Escritura. Por una parte, la comunión con Dios expresa no sólo la edificación del templo, sino también de la ciudad y sus murallas, y la entera comunidad. Por otra parte, la palabra de Dios no es sólo discurso, sino impulso que lleva a edificar, y, más aún, interviene en la edificación: es una Palabra que construye. De esta manera, finalmente, Dios se convierte en una muralla de fuego de la ciudad, en su defensa viva, no sólo en aquel tiempo, sino siempre.
Por este camino los textos litúrgicos enlazan con la misteriosa visión del Apocalipsis. Ahí se presenta a la Iglesia como una ciudad que a la vez es esposa. De ningún modo sólo un edificio de piedra. En palabras del Papa, antes teólogo Joseph Ratzinger: «Todo lo que, con grandiosas imágenes, se dice sobre la ciudad remite a algo vivo: a la Iglesia de piedras vivas, en la que ya ahora se forma la ciudad futura. Remite al pueblo nuevo que, en la fracción del pan, se convierte en un solo cuerpo con Cristo».
Y a continuación se une el último libro de la Escritura con el primero: «Como el hombre y la mujer, en su amor, son una sola carne, así Cristo y la humanidad congregada en la Iglesia se convierten, mediante el amor de Cristo, en un solo espíritu» (San Pablo). En un inciso, digamos que es el tema del amor esponsal como símbolo de la obra redentora de Cristo, tal como lo lee la tradición cristiana, ya desde el Antiguo Testamento y sobre todo en el Cantar de los Cantares. Una parábola contemporánea de todo ello, sin pretenderlo, y sencilla en su belleza, podría considerarse la película Camino a Casa (Zhang Yimou, 2000).
Pero sigamos con la explicación del Papa. Esa esposa es la ciudad santa de la visión apocalíptica, que ya no necesita templo, porque está inhabitada por Dios. Es también la imagen de la comunidad cristiana formada en torno a Cristo: la ciudad definitiva (la Iglesia en su perfección final), fundada sobre los doce cimientos que llevan los nombres de los doce Apóstoles. Y observa Benedicto XVI que tampoco esos cimientos son piedras materiales, sino seres humanos, los apóstoles que con su luz (la fe) iluminan y fortalecen también hoy la Iglesia.
Por eso concluye que la confesión de fe de San Pedro «Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios vivo» significa: la Palabra viva que es Cristo, particularmente en la Eucaristía, es nuestra alegría y nuestra fuerza. Los edificios de las Iglesias y en esto el Papa sigue perfectamente la línea de Joseph Pieper, tras las huellas de Tomás de Aquino existen para que, como hizo Santa María, acojamos en nuestro interior la palabra de Dios; y para que dentro de nosotros y por medio de nosotros la Palabra pueda encarnarse también hoy, de modo que el Evangelio se haga luz para el mundo.
¿Una homilía? Sí, pero también una profunda y viva reflexión sobre la palabra de Dios y su actualidad, que puede ayudar a la preparación para el próximo Sínodo. La existencia cristiana puede ser, debe ser, una fiesta, contando con la cruz. La Palabra viva de Dios es para los cristianos y todos los que quieran escucharla alegría y fuerza en la construcción de la ciudad y la comunidad, la familia, el trabajo y la cultura, el presente y el futuro.
Ramiro Pellitero, Instituto Superior de Ciencias Religiosas, Universidad de Navarra
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