El Papa anima a los cristianos, en Francia y desde Francia, a recuperar la esperanza en los valores
Mucha gente ha conocido ahora que el cardenal Ratzinger ingresó en noviembre de 1992 en la Academia de Ciencias Morales y Políticas de Francia. Ocupó el lugar que había correspondido al por tantos motivos inmortal Andrei Sajarov.
Muchos recuerdan también estos días la familiaridad del teólogo Ratzinger con la lengua y la cultura francesas. La claridad de su estilo, que reviste la profundidad de pensamiento en modos de expresión accesibles, debe mucho a su relación con Francia. Si la claridad es cortesía del filósofo, en frase feliz de Ortega, el país vecino destacó siempre por su capacidad de divulgar las cuestiones más arduas.
El Papa acudió a Francia con ocasión del 150 aniversario de las apariciones de la Virgen en Lourdes, un hecho histórico a la vez extraordinario y sencillo. Pero no podía faltar, en su breve viaje, una sesión académica especial, como la celebrada en el Colegio de los Bernardinos, restaurado con la esperanza de que sea una especie de faro-guía de la vida intelectual de los creyentes. El pontífice romano no oculta su pasión por fundamentar y fomentar el diálogo entre razón y fe. Lógicamente, más aún después de la publicación de la primera parte de su libro sobre Jesús de Nazaret, el Papa Ratzinger insiste en los elementos centrales que llevan a la humanidad hacia Cristo. Ese objetivo pastoral resulta quizá especialmente necesario en Francia, la histórica "hija mayor de la Iglesia", hoy en una gran secularización, de la que no han sido ajenas la Enciclopedia y la Revolución, hasta la famosa ley de separación de 1905.
Algunos de estos temas, repetidos ahora desde la cátedra de Pedro, estaban presentes en el discurso con que Ratzinger ingresó en la Academia. Al suceder a Sajarov, era obligado hablar de la utopía marxista. Pero subrayó también el nacimiento de otra utopía, la de la banalidad, según el filósofo americano Richard Rorty. Planteaba así una de las grandes cuestiones del mundo occidental: cómo sostener la convivencia democrática en libertad si se rechaza la existencia o la influencia de valores y criterios éticos absolutos. En 1992, Ratzinger apuntaba que el positivismo radical, que absolutiza el principio de la mayoría, puede transformarse en un nihilismo que agoste libertades y derechos humanos.
El Papa anima a los cristianos, en Francia y desde Francia, a recuperar la esperanza en los valores, sin privilegios ni confesionalismos, con la soltura de quienes viven una laicidad efectiva y positiva.