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Este año jubilar paulino, que Benedicto XVI ha impulsado, tiene un carácter esencialmente ecuménico. La primera manifestación ecuménica tuvo lugar en Pentecostés. La Iglesia naciente echa a andar en un clima expectante ante el don de la glosolalia; es decir, el don de lenguas. Los Apóstoles que son galileos y su acento es inconfundible comienzan la predicación en Jerusalén, el centro religioso y político de Judea. Este detalle no es banal sino muy interesante. La circunstancia del origen galileo de los Apóstoles tiene gran significación.
En efecto, la Galilea era una región de población heterogénea, donde los judíos tenían muchos contactos con gentes de otras naciones. Más aún, la Galilea solía ser designada como Galilea de las naciones y por este motivo era considerada inferior a la Judea, región de los auténticos judíos. La Iglesia, por consiguiente, nació en Jerusalén, pero el mensaje de la fe no fue proclamado allí por ciudadanos de Jerusalén, sino por un grupo de galileos y, por otra parte, su predicación no se dirigió exclusivamente a los habitantes de Jerusalén sino a los judíos y prosélitos de toda procedencia.
Los que eran despreciados por los judíos, los galileos, les anuncian el Evangelio a todos. La muchedumbre, atraída por el viento impetuoso y el fragor de la anómala circunstancia, quedó asombrada por aquel hecho. Era una multitud de gentes de muy diversa condición y origen, compuesta por judíos observantes que se encontraban en Jerusalén con ocasión de la fiesta. Pero, a su vez, pertenecientes todas las naciones que hay bajo el cielo y cuyas lenguas eran la de aquellos pueblos en los que estaban integrados tanto en el aspecto civil como administrativo, aunque como raza permanecían siendo judíos.
Estupefactos y admirados decían: ¿Es que no son galileos todos esos que nos están hablando? Pues ¿cómo es que cada uno de nosotros les oímos en nuestra propia lengua nativa?. Al describir este momento San Lucas parece como si quisiera dibujar el mapa mundial del imperio romano, el mundo mediterráneo, del que procedían aquellos judíos observantes. De alguna manera era oponer aquella ecumene de los convertidos a Cristo con la confusión de lenguas descritas por el Génesis en Babel. No se quedan sin nombrar los demás forasteros de Roma: Partos, medos y elamitas; habitantes de Mesopotamia, Judea, Capadocia, el Ponto, Asia, Frigia, Panfilia, Egipto, la parte de Libia fronteriza con Cirene, forasteros romanos, judíos y prosélitos, cretenses y árabes.
A todos ellos San Lucas pone en sus labios estas palabras: les oímos en nuestra lengua las maravillas de Dios. El acontecimiento de ese día fue ciertamente misterioso, pero también muy significativo. En él podemos descubrir un signo de la universalidad del cristianismo y del carácter misionero de la Iglesia. Les oímos en nuestra propia lengua. Hoy hablaríamos de una adaptación a las condiciones lingüísticas y culturales de cada uno [1].
Pero no se puede olvidar la acción decisiva que tiene María en este acontecimiento eclesial primigenio. Si bien es cierto que el verdadero protagonista del movimiento ecuménico es el Espíritu Santo, ¿quién como Ella, que llena de gracia, llevando al Hijo de Dios en su seno fue arcaduz y cauce del Paráclito para Isabel, Juan Bautista, Zacarías, Simeón, etc., y sobre todo, su esposo José, sabía de su modo de obrar?
Esto nos conduce a que quien trabaje seriamente a favor del ecumenismo, buscando con ardor la unidad de los cristianos, ha de tomar a María como maestra y compañera para ese camino. La docilidad al Espíritu de María puede considerarse emblemática, ejemplar, para una auténtica actitud ecuménica. La veneración a nuestra Madre está fundamentada en la Sagrada Escritura. Es Ella en su canto agradecido y humilde del Magnificat quien describe proféticamente una realidad de la que se ve pasivamente protagonista: Desde ahora, todas las generaciones me llamarán bienaventurada.
Como resultado del testimonio de los Apóstoles surgirán, poco después de Pentecostés, las comunidades; es decir, las Iglesias locales, en diversos lugares, y naturalmente también y ante todo en Jerusalén. Vemos pues, que ya desde el momento de su nacimiento, la Iglesia es universal y orientada a la universalidad, cosa que se manifestaría luego por medio de todas las Iglesias particulares. Pablo y Bernabé dejarían esta impronta ecuménica en Antioquia, Corinto, Éfeso, Roma, etc. Se cumplían así las significativas palabras pronunciadas por Jesús en la conversación que tuvo junto al pozo de Sicar con la samaritana cuando le dijo: Créeme mujer, que llega la hora y ya estamos en ella en que los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad, porque así quiere el Padre que sean los que lo adoren. Las palabras de María en el Magnificat son una profecía y, a la vez, una misión para la Iglesia de todos los tiempos.
El hecho, vamos a decirlo así, espontáneo, por el que los cristianos comienzan a alabar a María no es un invento o una ocurrencia afectiva sin más, fue un querer divino que suscitó en el pueblo cristiano desde el principio el Espíritu Santo. Es más, de no haber sido así, hubieran descuidado algo que les fue encomendado que hicieran. Se alejarían de la palabra bíblica, y no glorificarían a Dios tal como Él quiere ser glorificado.
Es bien sabido por todos la fuerza con que ha retomado el impulso ecuménico de Juan Pablo II el Papa actual. La Iglesia debe respirar a pleno pulmón, católicos y ortodoxos han de volver a la comunión sin fisuras. La expansión de la Iglesia naciente fue debida a la unidad del primer milenio, la desunión del segundo milenio trajo dolorosas pérdidas y el tercer milenio ha de ser el de la reunión. Unión, desunión y reunión. En ello está el Papa y el año paulino ha de suponer un gran impulso al amparo materno de quien es Madre de todos los cristianos.
Para los ortodoxos, el primer título de María es Theotokos, Madre de Dios, usado frecuentemente en los himnos y en las ricas obras iconográficas. El himno Akathistos que literalmente significa estando de pie, porque se canta en esta posición es el himno mariano más famoso en Oriente. Ha sido compuesto a finales del siglo V por un autor desconocido. Como dice un escritor moderno, está bien que el himno sea anónimo. Así es de todos, porque es de la Iglesia [2].
Si rezaban todos, junto a María la Madre de Jesús, esperando la llegada del Espíritu en el Cenáculo, la Virgen es esencial para descubrir que el camino ecuménico pasa por su Corazón. Se comprende que un rasgo común a casi todos los iconos de la Virgen en Oriente sea Ella representada como Madre de Dios que lleva al Niño Jesús en los brazos. Estas imágenes confiesan la fe en la maternidad divina de María.
La Liturgia avala este papel de unión cristiana con las abundantes fiestas marianas que jalonan a lo largo del año tanto entre los católicos como los ortodoxos. En otros ritos, también la Virgen ocupa un papel clave; por ejemplo 32 fiestas en el rito copto. Interesante es la liturgia etíope que celebra el 10 de febrero la Consagración de todas las iglesias del mundo a María. Los ortodoxos tienen también innumerables advocaciones, con las que se dirigen a la Madre de Dios: María, Madre del Astro que nunca se pone, Aurora del místico día, Oriente del sol de gloria.
Desde el siglo XIV, el monte Athos ha sido el principal foco de espiritualidad monástica en Oriente. Leí a Jutta Burggraf que según una antigua leyenda, la Virgen María se había refugiado allí, junto con el evangelista San Juan, porque les había sorprendido un temporal durante un viaje por mar hacia Chipre. Y María había escuchado una voz: Este lugar es tu propiedad, tu jardín, tu paraíso; y es además un puerto de salvación para los que quieren ser salvados. También leí que el Cardenal Ratzinger visitando dicho lugar: Un monje del claustro de Iviron, en el monte Athos, me dijo en cierta ocasión: Honramos a la Madre de Dios y tenemos puesta en ella todas nuestras esperanzas, porque sabemos que todo lo puede. ¿Y sabéis por qué lo puede todo? Su Hijo no desoye nunca un deseo suyo porque no le ha devuelto lo que de ella ha tomado prestado. Ha tomado de ella su carne, que él ha divinizado, pero que jamás le ha devuelto. Esta es la razón por la que nos sentimos tan seguros en el jardín de la Madre de Dios.
María da un aire de familia a la humanidad que ama a su Hijo, el Verbo humanado, porque revela el rostro materno de Dios y da ese parecido de ternura y bondad divinas a quienes viven en unión con Dios. El teólogo protestante Helmut Thielicke cuenta en su autobiografía que, en una visita que hizo a un convento católico en Austria, las religiosas le causaron una gran impresión. Lo cuenta así: Mi espíritu se elevó mientras paseaba mi mirada por los diferentes rostros allí congregados. Todas ellas parecían tener rasgos únicos, eran una especie de trabajo artesanal primoroso de Dios No había rastro de un patrón de fisonomías de moda, imitación o uniformidad... Me impresionó especialmente la belleza de estos rostros tan mayores, que habían sido moldeados por el Espíritu.
Pedro Beteta. Teólogo y escritor
Notas al pie:
[1] Cfr. Juan Pablo II, Audiencia General, 20-IX-1989
[2] Cfr. Entrevista a Jutta Burggraf
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