En toda inspiración auténtica hay un soplo divino de aquél Espíritu que es el misterioso artista del universo
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¿A qué se refiere Dostoievsky cristiano y ruso cuando dice que la belleza salvará al mundo? ¿De qué belleza se trata?
Más allá de la belleza del cosmos y de las formas materiales o corporales, e incluso de la belleza como propiedad de lo amable que eleva el espíritu, según Joseph Ratzinger (Rimini, 2002) la verdadera belleza es la belleza redentora de Cristo, la belleza de la fidelidad que acepta el dolor y el misterio de la muerte como don de la vida. En el extremo opuesto a la falsa belleza (que encierra al hombre en sí mismo y en sus ansias de poder, de posesión y de mero placer), la verdadera belleza despierta la nostalgia por lo Indecible, la disponibilidad al ofrecimiento, al abandono de uno mismo.
Pues bien, además de esa belleza originaria, que se manifiesta en Cristo y sobre todo en la Eucaristía, para el cristianismo oriental que incluye el ruso hay dos principales imágenes de la belleza: los iconos y los santos.
En los iconos se representa la vida de Cristo o de los santos. Dice San Juan Damasceno (s. VII) que son libros que proclaman el Evangelio sin palabras, pues, para la fe, la vista es tan importante como el oído. (Los apóstoles no sólo oyeron, sino que vieron al Señor, por lo que su mensaje no debe ser sólo oído sino también contemplado). Los iconos están hechos a base de oración, y cuando se contemplan en esa perspectiva, impulsan a buscar las virtudes ahí representadas. Esto podría decirse de las imágenes del arte cristiano (por ejemplo las que figuran en el Compendio del Catecismo de la Iglesia Católica). En un sentido aún más amplio también podría aplicarse al arte, pues, según Guardini, la auténtica obra de arte interpela la interioridad del contemplador y abre a la trascendencia. ¿Quién no ha experimentado algo así ante un buen cuadro, una buena película o una buena pieza musical?
Al lado de los iconos o las imágenes, están los iconos vivos que son los santos. No sólo los santos que ya están en el cielo, sino también los que procuran ser santos en la tierra. Ellos son, en efecto, según San Pedro, piedras vivas del templo espiritual que es la Iglesia. De ahí que todo cristiano es como un iconógrafo: está llamado a hacer de su vida una obra de arte, que haga presente de modo vivo lo más bello (el amor de Dios a la humanidad) y anime a difundirlo.
Contemplando a Cristo decía Benedicto XVI en 2007 con palabras de San Gregorio de Nisa cada uno se convierte en el pintor de su propia vida, sin olvidar, añade el Niseno, que Cristo está especialmente presente en los pobres, según sus mismas palabras y voluntad.
Los santos de todos los tiempos han anhelado la contemplación del rostro de Cristo. Al principio del nuevo milenio escribía Juan Pablo II que, desde esa contemplación, los cristianos han de transformarse por dentro y transformar la sociedad en la que viven, mediante el amor y la justicia.
De este modo los cristianos deben ser imágenes de la belleza, que invitan a descubrir la conexión entre la verdad y el amor, es decir la belleza del bien. Y no sólo ellos. También de alguna manera todas las personas de buena voluntad, que pueden caminar en su vida corriente hacia los valores más altos. Esas imágenes de los valores cristianos y humanos nobles podrán ser narradas o grabadas, fotografiadas o pintadas, esculpidas y también filmadas y cantadas, representadas y difundidas a través de la gran diversidad de géneros del arte y la comunicación que la cultura actual pone a nuestro alcance.
En su carta a los artistas (1999), Juan Pablo II cita al poeta polaco Cyprian Norwid: La belleza sirve para entusiasmar en el trabajo, el trabajo para resurgir. Entre muchos artistas que manifestaron con su arte la belleza de la fe, nombra también a Paul Claudel y Marc Chagall, Dante Alighieri, Miguel Angel, Bernini y Borromini, Palestrina, Händel y Bach, Mozart, Schubert, Beethoven y Verdi.
Queda claro que no se trata sólo de grandes genios o figuras: A cada hombre escribe Juan Pablo II se le confía la tarea de ser artífice de la propia vida; en cierto modo, debe hacer de ella una obra de arte, una obra maestra. Porque en toda inspiración auténtica hay un soplo divino de aquél Espíritu que es el misterioso artista del universo.
Cuando Andrei Rublev (en la película de Tarkovsky, 1966) lleva ya mucho tiempo sin pintar iconos, su viejo amigo Cyril le ruega que vuelva a ejercitar su arte para gloria de la Trinidad: No hay pecado más terrible que dejar morir el don divino. Y en El Festín de Babet (Gabriel Axel, 1987), el viejo general alza su copa al final de la cena, para alabar a Dios y pedirle lo que cualquier persona debería pedirle: Permíteme hacer todo aquello de que soy capaz.
En Rímini-2002, afirmaba el cardenal Ratzinger: Estoy convencido de que la verdadera apología de la fe cristiana, la demostración más convincente de su verdad contra cualquier negación, se encuentra, por un lado, en sus santos y, por otro, en la belleza que la fe genera. Para que actualmente la fe pueda crecer, tanto nosotros como los hombres que encontramos, debemos dirigirnos hacia los santos y hacia lo Bello.
Ramiro Pellitero, profesor de Teología pastoral en la Universidad de Navarra