Si bien la muerte es un ladrón presto siempre a lanzar su zarpazo, hay un territorio donde ese ladrón no tiene jurisdicción
ABC
Vamos a intentar escribir unas líneas sobre el accidente aéreo de Barajas que se aparten un poco del asfixiante lugarcomunismo ambiental, que ya se nos sale por las orejas. Inevitablemente, serán palabras que suenen extrañas a nuestros contemporáneos; pero uno ya se ha librado de la degradante esclavitud de escribir para sus contemporáneos. Y esto no me lo tomen las tres o cuatro lectoras que todavía me soportan como alarde de soberbia, sino como declaración resignada y humildísima.
Las sociedades idolátricas, a diferencia de las sociedades religiosas, no saben afrontar la muerte con naturalidad. Mientras el hombre está sano, la idolatría de la ciencia y el progreso le inspira ideas fatuas, haciéndole creer que es un semidiós; en cambio, cuando está enfermo y no tiene cura (es decir, cuando la ciencia y el progreso se revelan insuficientes o inútiles), al hombre se le dice que vale menos que un gusano.
Exactamente lo contrario sucede en las sociedades religiosas, donde al hombre sano se le repite que está hecho de barro y al hombre enfermo se le recuerda que su cuerpo maltrecho será semilla de resurrección. Pero las grandes mentiras de las sociedades idolátricas se muestran todavía más desnudas cuando la muerte acude sin avisar para segar vidas sanas a mansalva, como acaba de ocurrir en este accidente aéreo de Barajas.
Ante un acontecimiento luctuoso de esta magnitud, ¿cómo habría reaccionado una sociedad religiosa? Pues habría reaccionado representando autos sacramentales en las calles donde se explicase el poder igualatorio de la muerte, que no respeta ni a los jóvenes, ni a los ricos, ni a los poderosos. Y, al acabar el auto sacramental, un sacerdote habría proclamado las palabras del Evangelio: «No atesoréis tesoros en la tierra, donde hay polilla y herrumbre que corroen, y ladrones que socavan y roban. Amontonad más bien tesoros en el cielo, donde no hay polilla ni herrumbre que corroan, ni ladrones que socaven ni roben». Y con esto la gente alcanzaría el consuelo, pues sabría que, si bien la muerte es un ladrón presto siempre a lanzar su zarpazo, hay un territorio donde ese ladrón no tiene jurisdicción, donde florece una vida nueva bajo el sol de la inmortalidad.
Y, frente a este consuelo religioso, ¿qué se nos ofrece en las sociedades idolátricas? Aquí, en lugar de autos sacramentales, tenemos telediarios y noticieros dándonos un tabarrón que no cesa, tratando de explicar cuál ha sido la causa del accidente: que si una avería en el motor, que si un fallo humano, que si patatín, que si patatán. Y, en lugar de un sacerdote que proclame el Evangelio, tenemos una patulea de politiquillos municipales, autonómicos y nacionales hormigueando por doquier, leyendo declaraciones institucionales de un lugarcomunismo grimoso, convocando minutines de silencio («padrenuestros de la nada», que dice mi admirado Ruiz Quintano; esto es: la oración autista y sordomuda de las sociedades que se han olvidado de rezar), prometiendo que tarde o temprano se determinarán responsabilidades, etcétera.
Ni las reconstrucciones virtuales del accidente con que nos apedrean los telediarios ni las comparecencias de los politiquillos sirven para nada; pero unas y otras, repetidas machaconamente, dan una impresión de hiperactividad aturdidora que logra espantar del alma las grandes preguntas. Y de eso se trata, al fin y a la postre: pues, si la gente se formulara las grandes preguntas, inevitablemente concluiría que toda la filfa de progreso y bienestar que le han colado como sucedáneo idolátrico de la religión no vale una mierda.
Concluiría, en fin, que aquel Paraíso terrenal que le vendieron los politiquillos sigue siendo el valle de lágrimas del que nos hablaba la religión; sólo que la idolatría del progreso, a cambio de un Paraíso terrenal fantasmagórico, nos arrebató la esperanza en el verdadero Paraíso, allá donde no hay polilla ni herrumbre que corroan, ni ladrones que roben. Y toda esa hiperactividad aturdidora que despliegan en estos días -tan retórica, tan archisabida, tan inútil- no es sino el aspaviento de los farsantes que se esfuerzan por mantener entretenida a la gente a la que previamente le han arrebatado el consuelo. Pues consuelo contra la muerte sólo puede traernos quien tiene palabras de vida eterna; lo que nos traen los idólatras es tan sólo cháchara para los telediarios.