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Llega el verano en el hemisferio norte y medio mundo busca lugares de esparcimiento y de descanso. El contacto con la naturaleza es de por sí profundamente regenerador, así como la contemplación de su esplendor de paz y serenidad. La Biblia habla a menudo de la bondad y de la belleza de la creación, llamada a dar gloria a Dios.
Quizá más difícil, pero no menos intensa, puede ser la contemplación de las obras del ingenio humano. También las ciudades pueden tener una belleza particular, que debe impulsar a las personas a tutelar el ambiente de su alrededor. Una buena planificación urbana es un aspecto importante de la protección ambiental, y el respeto por las características morfológicas de la tierra es un requisito indispensable para cada instalación ecológicamente correcta. Por último, no debe descuidarse la relación que hay entre una adecuada educación estética y la preservación de un ambiente sano [1].
La ecología interesa al hombre, a todos los hombres. Es un tema humano y, por tanto, un aspecto que importa al cristiano más que a nadie. Los ciudadanos que tienen un sentir cristiano, católico o no, son del mismo rango que cualquier otro, sencillamente porque no hay hombres de segunda categoría. ¿Acaso no están pidiendo perdón los diversos Estados de América por la aberración cometida aceptando la esclavitud?
Es más, la tan extendida esclavitud de la antigüedad comienza su declive o empieza a ser mal mirada gracias al cristianismo y para ello basta leer la carta de San Pablo a Filemón. Allí se le pide que acoja a su huido esclavo Onésimo con el afecto de hijo querido. A los cristianos todo lo humano nos interesa y nos afecta, ya sean los problemas de la paz amenazada a tan frecuentemente con la pesadilla la de guerra como el vilipendio de los derechos humanos fundamentales de tantas personas, especialmente de los niños.
Hay entre estos temas uno que ocupa de modo especial sensibilidad de los habitantes del planeta: la ecología. ¿Podemos quedar al margen ante las perspectivas de un desequilibrio ecológico, que hace inhabitables y enemigas del hombre vastas áreas del planeta? Es evidente que no. En ninguna de las muchas urgencias que emergen hoy en el mundo puede el espíritu cristiano permanecer insensible.
Entre estas hemos de incluir la cuestión ecológica en su más amplio contexto por ser una de las fuentes que causan la paz en la sociedad humana. Es preciso darse cuenta mejor de lo importante que es prestar atención a lo que nos revela Dios en creación: la tierra, la atmósfera y todo lo que en el universo existe posee un orden que ha de respetarse.
El mensaje esencial que ha propuesto el Papa en su viaje a Australia toca también este aspecto. De camino a Sydney decía: quisiera concentrar mi mensaje precisamente en esta realidad del Espíritu Santo, que se presenta en varias dimensiones: es el Espíritu que actúa en la Creación. La dimensión de la Creación está muy presente, pues el Espíritu es creador [2]. La persona humana, dotada de la posibilidad de libre elección, tiene una grave responsabilidad en la conservación de este orden, incluso con miras al bienestar de las futuras generaciones.
La crisis ecológica decía Juan Pablo II es un problema moral. Incluso los hombres y las mujeres que no tienen particulares convicciones religiosas, por el sentido de sus propias responsabilidades ante el bien común, reconocen su deber de contribuir al saneamiento del ambiente. Con mayor razón aun, los que creen en un Dios creador, y, por tanto, están convencidos de que en el mundo existe un orden bien definido y orientado a un fin, deben sentirse llamados a interesarse por este problema. Los cristianos, en particular, descubren que su cometido dentro de la creación, así como sus deberes con la naturaleza y el Creador forman parte de su fe [3].
Ahora que tantos disfrutan de un merecido descanso, conociendo y contemplando parajes maravillosos, que sienten la fascinación de la belleza de la creación, vale la pena hacer estas consideraciones. Porque no podemos soslayar que la ciencia moderna tiene, por desgracia, la capacidad de modificar el ambiente con fines hostiles, y que podría con su indebida manipulación alcanzar, a la larga, efectos imprevisibles y muy graves.
Ciertamente se hacen determinados acuerdos internacionales para defender el planeta. De hecho, una de las decisiones del último G8 que tuvo lugar en Japón ha sido la protección ecológica como modo de luchar contra los cambios climáticos. Pero, ¿son o no son adecuadas las medidas tomadas?, preguntaban a Benedicto XVI. Ciertamente este problema estará muy presente en esta JMJ, pues hablamos del Espíritu Santo y, por tanto, hablamos de la Creación y de nuestras responsabilidades con la Creación. No pretendo entrar en las cuestiones técnicas que políticos y especialistas tienen que resolver, sino más bien dar impulsos esenciales para ver la responsabilidad, para ser capaces de responder a este desafío: redescubrir en la Creación el rostro del Creador, redescubrir nuestra responsabilidad ante el Creador, por la Creación que nos ha confiado, formar la capacidad ética en un estilo de vida que hay que asumir si queremos afrontar los problemas de esta situación y si queremos realmente llegar a soluciones positivas. Por tanto, despertar las conciencias y ver el gran contexto de este problema, en el que después se enmarcan las respuestas detalladas que no debemos dar nosotros, sino la política y los especialistas [4].
Pero hay que sentar bien las bases de todo problema humano para alcanzar la adecuada solución, pues aunque se prohíba la guerra química, bacteriológica o biológica, de hecho en los laboratorios se sigue investigando para el desarrollo de nuevas armas ofensivas, capaces de alterar los equilibrios naturales. Entonces, ¿dónde está la buena voluntad? Palabras, apariencia, dialéctica.
Es verdad que cualquier forma de guerra a escala mundial causaría daños ecológicos incalculables pero incluso las guerras locales o regionales, por limitadas que sean, no solo destruyen vidas humanas y merman las estructuras sociales, sino que dañan la tierra, destruyendo las cosechas y la vegetación, envenenan los terrenos y las aguas. Muchos descubrimientos recientes han producido innegables beneficios a la humanidad; es más, ellos manifiestan cuán noble es la vocación del hombre a participar responsablemente en la acción creadora de Dios en el mundo.
Sin embargo, se ha constatado que la aplicación de algunos descubrimientos en el campo industrial y agrícola produce, a largo plazo, efectos negativos. Todo esto ha demostrado crudamente cómo toda intervención en un área del ecosistema debe considerar sus consecuencias en otras áreas y, en general en el bienestar de las generaciones futuras.
Hay que ir a la raíz. La sociedad actual no hallará una solución al problema ecológico si no revisa seriamente su estilo de vida. En muchas partes del mundo esta misma sociedad se inclina al hedonismo y al consumismo a la par que permanece indiferente a los daños que estos causan. Juan Pablo II ya aludió, con insistencia, a cómo la gravedad de la situación ecológica demuestra la profunda crisis moral del hombre. Si falta el sentido del valor de la persona y de la vida humana, aumenta el desinterés por los demás y por la tierra. La austeridad, la templanza, la autodisciplina y el espíritu de sacrificio deben conformar la vida de cada día a fin de que la mayoría no tenga que sufrir las consecuencias negativas de la negligencia de unos pocos [5]. Hay, pues, una urgente necesidad de educar en la responsabilidad ecológica: responsabilidad con nosotros mismos y con los demás, responsabilidad con el ambiente. La verdadera educación de la responsabilidad conlleva una conversión autentica en la manera de pensar y en el comportamiento. La primera educadora, de todos modos, es la familia, en la que el niño aprende a respetar al prójimo y amar la naturaleza [6].
Algunos elementos de la presente crisis ecológica revelan de modo evidente su carácter moral. Entre ellos hay que incluir, en primer lugar, la aplicación indiscriminada de los adelantos científicos y tecnológicos. La disminución gradual de la capa de ozono y el consecuente efecto invernadero han alcanzado ya dimensiones criticas debido a la creciente difusión de las industrias, de las grandes concentraciones urbanas y del consumo energético. Los residuos industriales, los gases producidos por la combustión de carburantes fósiles, la deforestación incontrolada, el uso de algunos tipos de herbicidas, de refrigerantes y propulsores; todo esto, como es bien sabido, deteriora la atmósfera y el medio ambiente. De ello se han seguido múltiples cambios meteorológicos y atmosféricos, cuyos efectos van desde los daños a la salud hasta el posible sumergimiento futuro de las tierras bajas.
El respeto a la vida y a la dignidad de la persona humana en primer lugar ha de ser la norma fundamental inspiradora de un sano progreso económico, industrial y científico. Por muy evidente que sea el complejo problema ecológico hay que empezar por lo básico: primero defender al hombre, después al animal y el entorno. Asistimos a la injusticia de ver como unos pocos privilegiados siguen acumulando bienes superfluos, despilfarrando los recursos disponibles, cuando una gran multitud de personas vive en condiciones de miseria, en el más bajo nivel de supervivencia. Y es la misma dimensión dramática del desequilibrio ecológico la que nos enseña ahora como la avidez y el egoísmo, individual y colectivo, son contrarios al orden de la creación, que implica también la mutua interdependencia [7].
Pedro Beteta López. Doctor en Teología y en Bioquímica
Notas al pie:
[1]. Cfr. Juan Pablo II, Discurso, 8-XII-1989
[2]. Benedicto XVI responde a Lucio Brunelli, periodista de la RAI
[3]. Cfr. Juan Pablo II, Discurso, 8-XII-1989
[4]. Respuesta dada a la pregunta de Martine Nouaille por Benedicto XVI a la periodista de Agence France Presse.
[5]. Cfr. Juan Pablo II, Discurso, 8-XII-1989
[6]. Ibidem.
[7]. Ibidem.
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