Conversaba con un amigo de temas diversos, pero como casi siempre, acabamos hablando de religión. La insaciable sed de verdad, de esperanza y de aquello que disipe el temor incierto del más allá, suele salir habitualmente a colación. Es muy frecuente que aflore en esas charlas individuales un enfado con Dios ante los temas eternos que no entran en nuestra lógica. Si salen en grupo esos temas mejor callar y mostrar delicadamente nuestro escepticismo ante afirmaciones erróneas.
Salen esos famosos temas de la maldad de personas que pasan como buenas ante los demás, el dolor y el sufrimiento de los inocentes, el triunfo de los corruptos a los que no caza la justicia y si lo hace les sueltan enseguida, las catástrofes que siegan vidas y dejan a tantos sin hogar que, además, suelen ser los más desfavorecidos, etc. Vienen a concluir: yo no veo que Dios sea tan bueno. Si lo fuera no lo permitiría. ¿No será que todo eso de la Biblia es un mito, un cuento que nos han narrado a los que hemos nacido en un lugar geográfico concreto?
Si se guarda silencio, cosa encomiable para que el interlocutor vomite lo que lleva quizá años guardado en su alma, puede ser que hasta saque a colación lo absurdo del pecado de una pareja que vivía en un Paraíso, que descendería del mono y que obligó al Creador a enviar a su Hijo para canjear con Él a la humanidad dándole muerte de cruz y vuelven a insistir para lo que ha servido, etc.
No vale la pena entrar a demostrar nada en esos momentos sino mantenerse a la escucha y comprender su postura. Suele ser una actitud que responde a un problema personal no resuelto adecuadamente: cambiar de vida, admitir la culpa, acudir con humildad al sacramento de la Reconciliación, seguir luchando contra las debilidades personales sin dejar el sacramento aludido aunque parezca inútil su recepción, etc. En definitiva que Dios, aunque pueda parecerlo, nunca fracasa. Con todo y en la medida de lo posible, gradualmente, hay que ir mostrando que la aportación de la Biblia a la historia de quién es el hombre; es decir, a la antropología es esencial.
Los relatos bíblicos no son como una fotografía de los acontecimientos de la historia en los que Dios intervino, sino más bien como el cuadro de un retrato realizado por un gran pintor. La Biblia no ofrece, ni pretende, una especie de visión superficial que se observe a simple vista y muestre las cosas tal como son, sino que traza los caracteres de las personas y resalta aquellos matices de los acontecimientos que aunque no sean un calco de la realidad, ayudan a ofrecer una imagen más real de lo sucedido que si se hiciera una secuencia fotográfica minuciosa de lo acontecido.
No se le explica a un niñito que las estrellas no se caen por la ley de Newton, se le dice que están atadas y punto. Y es cierto que están atadas por esa ley que estuvo siempre y que un día vio empírica e intelectualmente el famoso físico. Un cachete oportuno al pequeñín que, desobedeciendo, avanza descalzo al lugar donde se acaba de hacer añicos una bombilla no es competencia del defensor del menor.
No confundamos las cosas. Hoy hay miles de abortos pero como en tu pequeña parcela haya avutardas por defender una especie en extinción, el AVE debe cambiar su trazado ¡Cuánta paradoja insípida a la que nos acostumbramos y, sin embargo, queremos paradójicamente entender a Quien es para nosotros inabarcable!
La Biblia nos cuenta con una interpretación autorizada, ya que fue escrita bajo la inspiración del Espíritu Santo, acerca de las intervenciones salvadoras de Dios en favor de los hombres, pero lo hace como si de un cuadro se tratara; y lo efectúa así porque Dios sabe que trasmite más y mejor en su diálogo con el hombre. Se da mediante unos signos más o menos figurativos, una información más real de los acontecimientos que la que obtuvieron los testigos presenciales.
Puede ayudar a comprender esta idea la comparación entre un cuadro de la Crucifixión y una fotografía de un hombre crucificado. El cuadro representa, por ejemplo, a Dios Padre sedente en un trono de nubes, con barbas blancas, y con resplandor de sol alrededor de la cabeza, que sostiene en sus brazos el travesaño de la Cruz. El Hijo está clavado en esa Cruz, que se apoya en el suelo de un paisaje urbano, pero que está sostenida por Dios Padre en los cielos. El Espíritu Santo está representado por una paloma a mitad de camino entre la cabeza del Padre y la del Hijo. Alrededor de la Cruz hay cuatro ángeles que adoran y lloran.
La fotografía, por su parte, podría proceder de un fotograma de la película La Pasión de Mel Gibson: un hombre ensangrentado, clavado en una cruz tosca, que forma parte de un marco donde hay varios crucificados, situada a las afueras de una ciudad.
La segunda imagen puede parecer más realista y, sin embargo, es más real la primera aunque ya se sabe que Dios Padre no tiene barbas, ni los ángeles alas, ni túnicas. ¿Por qué? Porque describe con mayor precisión unos elementos reales importantes que se dieron en la Crucifixión de Jesús y que hacen que no se tratara de una simple ejecución, sino del acontecimiento culminante en la historia de la humanidad.
La Revelación divina es un proceso de comunicación entre Dios y el hombre. Y como en todos los procesos humanos de comunicación para captar los esencial; esto es, el mensaje trasmitido, no sólo hay que atender a la materialidad de las palabras, sino a aquellos elementos que hay en el que comunica o en el que recibe el mensaje que hace que unos signos meramente convencionales las palabras que constituyen los texto hagan llegar una información precisa al receptor.
Los signos no son un duplicado de la realidad. Sigamos con el ejemplo de la pintura y la fotografía. Los cuadros más hiperrealistas, si se ven de cerca, no son una reproducción idéntica y minuciosa de la realidad visible, sino un conjunto de simples manchas de color magistralmente dispuestas, que contempladas a una cierta distancia producen en la retina una imagen similar a la real. Además, con el progreso de la investigación pictórica en los últimos siglos, es posible comprobar que hay tipos de pintura, como la impresionista, que pueden reflejar la realidad mejor que cualquier cuadro realista, o representaciones abstractas, como el Guernica de Picasso, que describe el terror del bombardeo mejor que cualquier fotografía de los escombros.
A la luz de estas consideraciones se puede apreciar mejor el valor de la Sagrada Escritura y verlo no como un libro convencional de historia, sino como algo que es mucho más importante: una obra literaria que ofrece un retrato de la historia realizado bajo la inspiración del Espíritu Santo. El valor de la Biblia también como fuente histórica es incalculable si se tiene en cuenta el enorme cúmulo de noticias que puede ofrecer al historiador. Sin embargo, la finalidad que guió a los autores de esos textos es más bien de carácter didáctico. Su principal objetivo consistía en señalar la dependencia y relación entre el hombre y Dios.
El pueblo de Israel fue escogido por Dios de entre los pueblos para ir manifestándose a él paulatinamente y llevando a la práctica esas relaciones con los hombres que tienen valor universal. Por eso las enseñanzas, formas de conducta, normas morales y éticas que se incluyen en la Biblia no sólo afectan a Israel, sino que, salvadas las debidas distancias temporales y culturales, tienen valor permanente para todos los pueblos. En el pueblo de Israel, con su historia, con sus éxitos y con sus fracasos quedó plasmando esa experiencia de diálogo con Dios y que ha quedado consignada en los libros sagrados del Antiguo Testamento.
Los textos que se contienen en estos libros y que tratan de su historia tienen como objeto proporcionar ejemplos y enseñanzas para el comportamiento, así como trasmitir una normativa adecuada para regir las relaciones entre Dios y su pueblo. Por lo tanto la historia que se trasmite en estos libros no está redactada para dar a conocer un aspecto determinado de lo narrado, como lo podría trasmitir la crónica de un simple observador que fuera testigo de los hechos. Es una historia que se modela con los propios acontecimientos, aunando en su redacción los datos con las interpretaciones y enseñanzas que se pueden extraer de los mismos.
Los libros históricos del Antiguo Testamento no constituyen una simple yuxtaposición de relatos antiguos, ya que hubo una importante labor redaccional sobre elementos literarios anteriores. Algo análogo se podría decir de los textos del Nuevo Testamento. Ciertamente se puede hablar de distintas teologías en el Nuevo Testamento si con esa palabra se designan los matices con los que se acentúan diversos aspectos de la fe, pero teniendo en cuenta que en todos los escritos subyace una fe común. A la luz de la fe, con la que el creyente accede a la lectura de la Biblia, sabemos que la composición de la Sagrada Escritura, tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento, no es pura consecuencia del desarrollo cultural y humano de un pueblo o una comunidad singular, sino que forma parte de la Revelación divina.
Los textos de la Biblia no pueden reducirse a la evolución del sentimiento religioso de Israel o de la Iglesia primitiva. Pero sí testimonian el desarrollo progresivo de la Revelación. Aunque, ciertamente, en la medida en que Israel y la Iglesia fueron experimentando y comprendiendo mejor la manifestación de Dios y sus designios salvíficos, esas ideas fueron arraigando en ellos y manifestándose en sus concepciones religiosas. Todo esto ha dejado su huella en los textos de la Sagrada Escritura.
La Sagrada Escritura es un libro por medio del cual Dios entra en comunicación con los hombres. Es testimonio del proceso histórico de la Revelación sobrenatural. Pero no es un simple libro de historia: no se limita a hablarnos del pasado, sino que quiere introducir un diálogo con palabras y hechos con el hombre actual, con cada uno de nosotros. Por eso no se puede leer desde fuera si se quiere captar todo su mensaje. Es necesario entrar en los textos y meter su enseñanza en nuestro corazón para que la Palabra de Dios configure toda nuestra vida.
En realidad, siendo prácticos, cuando la gente buena gente, de corazón plantean problemas de largo alcance hay que bajar a su angustia personal quizá ignorada como para contarla y hacerles ver que Dios no ha creado el mundo y lo ha dejado a la deriva. No lo ha creado por amor y muy especialmente ama al hombre y le trasmite su amor y la verdad de modo significativo. Nunca se verá en cine como fue la creación del cosmos ni el desarrollo de la evolución ni cuándo y cómo creó al hombre, pero la Biblia nos lo dice con más fuerza aún como hemos tratado de explicar con los ejemplos del cuadro y la fotografía.
Pedro Beteta López. Teólogo y Doctor en Bioquímica
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