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A mí mi conciencia me dicta que no tiene sentido creer. Así de simple argumentaba una persona a quien tienen algunos por erudito. Seguía justificando su decisión, tomada a priori, acudiendo a la necesidad que tiene el hombre de libertad. Si crees te sientes encadenado o encorsetado por los principios que admites y pierdes libertad. En definitiva, la fe quita libertad, insistía.
Abordar esta cuestión hoy, en un clima social y cultural tan pobre intelectualmente no es fácil. Lo sería si la lógica racional no estuviera adulterada. Desde luego si se entiende la libertad sólo como indeterminación eso es lo que vendría a ser la fe; es decir, ignorancia desconocer la verdad ya no obligaría moralmente, lo cual es verdad pero no es razonable.
Es cierto que la libertad hace alusión a una cierta indeterminación, puesto que es capacidad de tomar o no una opción acción u omisión y de ejecutarla llevarla a cabo de una manera o de otra. Pero la libertad no es esencialmente eso, indeterminación. Si la libertad fuera sólo y exclusivamente indeterminación sería más libre el que no sabe nada de nada. No saber redactar sería poseer más libertad que el escritor consumado ya que al no saber que palabra escribir para expresarse y tachar dos de cada tres posee más indeterminación.
Otro caso de incongruencia al identificar indeterminación con libertad sería la del ciego que por no ver en la encrucijada los letreros de las diversas direcciones todas le sirven de posible camino sin saber dónde va. No. La pura indeterminación, de suyo, no ayuda al ejercicio de la libertad. Se necesita conocer para tomar una opción entre esa gama de posibilidades que ofrece la vida y tomar la adecuada, la que me conduzca al fin escogido. La libertad viene a ser una singular síntesis de determinada indeterminación a la que acude en su ayuda las reglas del juego humano.
El que conoce, y la fe es conocimiento verdadero y cierto, es auténticamente libre. Es más libre el escritor que escribe de corrido con perfección y el vidente que conoce los destinos de los caminos merced a su conocimiento de ellos o al mapa por el que se orienta. Dios respeta la libertad de su criatura, que al ser creada a su imagen y semejanza participa de Quien es libertad absoluta. Habrá quien muera como Teresa de Lissieux, a los 23 años en un convento de Carmelitas, tuberculosa, sufriendo por amor a Dios y quien lo haga a la misma edad de sobredosis de droga. Son diversos modos de ejercitar la libertad.
Aquello del principio: A mí mi conciencia me dicta que no tiene sentido creer es una majadería pues también el erudito puede ser majadero. La conciencia es un juicio por el tomamos decisiones constantemente y vamos escribiendo la historia de nuestra propia vida ante las situaciones que suceden a nuestro alrededor. La conciencia procede a escribir la historia de la vida. Con nuestras decisiones escribimos nuestra biografía personal día a día que está inédita. Por poseer la persona humana naturaleza universal a todos los hombres también es universal la ley moral que los rige. Actuar de acuerdo con esa ley moral universal es la medida correcta a tomar.
En esa biografía personal que escribimos libremente con la conciencia de nuestras decisiones hay unas reglas. ¡Las hay hasta en el juego! Las hay en la redacción, en la narrativa: ortografía, morfología, sintaxis, etc. Del correcto empleo de dichas reglas en este lenguaje vital cada persona compone el discurso narrativo de su propia vida. La conciencia debe aceptar esas reglas de juego pero de ningún modo las puede crear, pues le vienen dadas por los elementos de la naturaleza humana.
Podría decirse que la conciencia es como el órgano que escribe la propia biografía pero la conciencia no es un órgano físico como si se tratara del oído. Es sólo un modo de hablar. Y no es un órgano ya que no está en contacto inmediato con su objeto, como es lo propio de estos, por ejemplo el ojo con los colores. Si la conciencia fuera un órgano no habría dictámenes o juicios puesto que el modo de conocer propio del órgano es inmediato y sin posibilidad de equivocarse. Si el ojo ve un color como verde no hay vuelta de hoja, lo ve verde; y no hay razonamiento que valga para que lo vea rojo.
Las cosas son como son y no como yo las veo. Como Dios es el Creador las cosas sí son como las ve Dios. De ahí que para conocer la verdad de las cosas, de la realidad sea tan importante la fe, aceptar el obsequio de la inteligencia a lo que Dios revela. En un pasaje interesante, en el que Ratzinger abordaba de la fe, que como él mismo dice de una forma narrativa contando la historia de su acercamiento personal a este problema por primera vez, captó conscientemente la cuestión en toda su urgencia. Fue al principio de su actividad académica y tuvo una experiencia terrible.
La describe así: Un colega de más edad, muy interesado en la situación del ser cristiano en nuestro tiempo, en una conversación (discusión) la opinión de que debíamos dar gracias a Dios por conceder a muchos hombres la posibilidad de ser no creyentes siguiendo su conciencia. Si les abriéramos los ojos y se hicieran creyentes, no serían capaces de soportar en este mundo nuestro la carga de la fe y sus obligaciones morales. Pero como todos siguen un camino distinto de buena fe, podrán alcanzar la salvación. Lo que más me chocaba de esta afirmación no era la idea de una conciencia errónea concedida por el mismo Dios para poder salvar a los hombres mediante esa argucia, es decir, la idea, por decir así, de una ceguera enviada por Dios para la salvación de estas personas. Lo que me perturbaba era la idea de que la fe fuera una carga insoportable que sólo las naturalezas fuertes podrían aguantar, casi un castigo, o en todo caso una exigencia difícil de cumplir.
La fe no facilitaría la salvación, sino que la dificultaría. Feliz debería ser aquél al que no se le cargara con la necesidad de creer y de doblegarse al yugo de la moral de la fe de la Iglesia Católica. La conciencia errónea, que permite una vida más fácil y muestra un camino más humano, sería la verdadera gracia, el camino normal de la salvación. La falsedad y el alejamiento de la verdad serían mejores para el hombre que la verdad. La verdad no lo liberaría, sino que sería él el que debería ser liberado de ella. La morada del hombre sería más la oscuridad que la luz, y la fe no sería un don benéfico del buen Dios, sino una maldición. ¿Cómo podría, de ser así las cosas, surgir la alegría de la fe? ¿Quién tendría el coraje de transmitirla a los demás? ¿No sería mejor dejarlos en paz y mantenerlos alejados de ella? Ideas así han paralizado en los últimos años, con fuerza mayor cada vez, el ahínco evangelizador. Quien ve en la fe una pesada carga o una exigencia moral excesiva no puede invitar a los demás a abrazarla. Prefiere dejarlos en la supuesta libertad de su buena fe[1].
Ratzinger parece que nunca defrauda yendo al meollo de los problemas del hombre de todos los tiempos. La oscuridad, las tinieblas no fueron creadas porque es ausencia de luz. Dios es Luz, es Verdad y dónde Él está se ve la realidad y se ha hecho Hombre para alejar toda traza de duda acerca del infinito amor que profesa por su criatura y además erige figuras insignes que sirven de mojones o hitos en nuestro caminar humano y divino. ¿Cómo van a hacer apostolado, cómo van dar la buena doctrina del criterio cristiano las reglas para alcanzar una vida realizada con plenitud si ven en la fe una atadura en lugar del camino que conduce a ser verdaderamente felices en la libertad?
El hombre necesita modelos de vida sin endiosar o elevar a un pedestal a nadie movido por una propaganda mediática. Sirve de ayuda el hecho de que haya quienes con su comportamiento marquen hitos históricos con carácter emblemático. La creatividad absoluta de la vida biográfica desde cero, es decir, sin ningún modelo o ejemplo de referencia puede darse en algunos espíritus fuertes excepcionales que la historia ofrece. Pero casi siempre, la gran mayoría de los hombres se proyectan en las diversas posibilidades ya existentes y abiertas por otros. Pretender que cada persona decida y construya desde cero su propio proyecto vital es una pretensión antropológica excesiva. En lo espiritual, el ejemplo de los santos es una clara referencia. El cristiano encuentra en los santos, en esos modelos de vida de fe, los focos luminosos que le indican el camino.
Esta es la verdad del hombre, la ley de Cristo, la imitación del Dios-Hombre que tenemos en Jesucristo. Ahí radica el conocimiento verdadero de la libertad. Nosotros conocemos y amamos pero no creamos nada: ni la verdad, ni el bien ni la belleza; sólo lo podemos reconocer. Dios, en cambio, crea con su Sabiduría y Amor. Por eso se puede decir que el ser y la verdad son convertibles. La verdad nos hace libres; la doctrina, la ley de Cristo, la gracia divina nos hace libres.
Pedro Beteta López. Doctor en Teología y en Bioquímica
Nota al pie:
[1]. JOSEPH RATZINGER, Ser cristiano en la era neopagana; Ediciones Encuentro, 1995, p. 31, Conciencia y verdad.
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