La paternidad responsable supone la búsqueda sincera de la voluntad divina
La Humanae Vitae, una de las encíclicas que más polvareda ha levantado en la historia reciente de la Iglesia, cumplió cuarenta años el pasado 25 de julio. Sus afirmaciones morales se han visto corroboradas por otras muchas encíclicas y documentos magisteriales (Familiaris Consortio, Evangelium Vitae, Catecismo de la Iglesia Católica, etc.).
En una mirada retrospectiva, no cabe duda de que el Papa Pablo VI fue asistido por un don especial del Espíritu Santo, que le permitió confirmar en la fe al pueblo de Dios, a pesar de las fortísimas presiones contrarias. El momento histórico era muy delicado: dos meses antes había estallado en París el movimiento de Mayo del 68. Los criterios de oportunismo hubiesen aconsejado posponer la publicación de la encíclica, pero eran otras las motivaciones de Pablo VI.
Justo cuando la revolución sexual reivindicaba aquello de «hago con mi cuerpo lo que quiero», la Iglesia recordaba que la sexualidad no puede ser reducida a un instrumento lúdico y reclama nuestra responsabilidad, que se concreta en el amor fiel y en la procreación. Pablo VI profetizó los peligros de aquella revolución sexual que, apoyándose en la seguridad que le daba la píldora (el nuevo fenómeno del momento), empezó por disociar la sexualidad de la procreación, hasta concluir por divorciar la sexualidad del amor.
El concepto de paternidad responsable fue sustituido por el de paternidad confortable, y en poco tiempo se acabaría por distorsionar todo lo referente a la sexualidad. El que fue Premio Nóbel de biología, Jérôme Lejeune, describía así esta concatenación de despropósitos: «La anticoncepción es hacer el amor sin hacer el niño; la fecundación in vitro es hacer el niño sin hacer el amor; el aborto es deshacer el niño; y la pornografía es deshacer el amor».
La Humanae Vitae invita a los padres cristianos a ejercer la paternidad responsable. Éstos están llamados a discernir con una conciencia recta el número de sus hijos, quedando siempre abiertos a los planes de Dios. Lo dice así la encíclica: «En relación con las condiciones físicas, económicas, psicológicas y sociales, la paternidad responsable se pone en práctica, ya sea con la deliberación de tener una familia numerosa, ya sea con la decisión, tomada por graves motivos y en el respeto a la ley moral, de evitar un nuevo nacimiento durante algún tiempo o por tiempo indefinido».
Por lo tanto, conforme a la mentalidad cristiana, la paternidad responsable supone la búsqueda sincera de la voluntad divina, que se discierne desde las circunstancias particulares de cada matrimonio. Según este principio, ¿qué sentido tienen expresiones como hijo deseado o no deseado? Tras estos términos se esconde una mentalidad en la que la procreación se reduce a un objeto de nuestro deseo, olvidando que se trata de un don recibido de Dios, después de un discernimiento responsable. En todo caso, cabría hablar de hijo buscado o no buscado, pero ésta es una distinción menor para quien entiende que el hombre propone, pero Dios dispone. Ciertamente, el don de la vida puede venir por sorpresa, pero siempre será un reto para el amor.
Una de las claves en las que la encíclica está fundamentada es la íntima conexión existente entre las dos principales finalidades de la sexualidad: la expresión del amor de los esposos y la procreación. Es moralmente ilícito que el hombre, por su propia iniciativa, rompa esta estrecha vinculación, impidiendo voluntariamente que la relación sexual quede abierta a la transmisión de la vida.
El respeto a las leyes inscritas en la naturaleza es norma de moralidad para la persona humana. Por ello la Humanae Vitae considera que los métodos contraceptivos son contrarios a la voluntad del Creador, mientras que se considera lícita la regulación natural de la natalidad, recurriendo a los períodos infecundos del ciclo femenino. Así lo expresa el nº 16: «La Iglesia es coherente consigo misma cuando juzga lícito el recurso a los períodos infecundos, mientras condena siempre como ilícito el uso de medios directamente contrarios a la fecundación, aunque se haga por razones aparentemente honestas y serias. En realidad, entre ambos casos existe una diferencia esencial: en el primero los cónyuges se sirven de una disposición natural que Dios mismo ha puesto, mientras que en el segundo, impiden el desarrollo de esos procesos naturales».
La postura de la Humanae Vitae es de máxima coherencia: si partimos de que en el origen de toda persona hay un acto creador de Dios, de esta verdad básica se deduce que la capacidad de engendrar un nuevo ser humano, inscrita en la sexualidad humana, es una verdadera cooperación con Dios y con su amorosa Providencia.
Hay, por lo tanto, una incompatibilidad entre la fe en el Dios creador de la vida y la pretensión de decidir e intervenir artificialmente en el origen y destino del ser humano. Por el contrario, el recurso a los métodos naturales de la regulación de la natalidad permite que los padres actúen, no ya como dueños y señores de la vida, sino como intérpretes inteligentes del plan divino. Es la diferencia entre quien acepta ser creatura, o quien juega a ser el creador.
Es de justicia que concluyamos con un merecido homenaje a S.S. Pablo VI. El hecho de que promulgase esta profética encíclica en plena revolución de mayo del 68, es un signo elocuente de su fidelidad a la acción del Espíritu Santo, hasta el punto de ser considerado a su muerte como mártir de la verdad. Su conciencia de ser depositario y no dueño del mensaje revelado, le llevó a actuar con una fortaleza y una prudencia extraordinarias que iluminan la situación de la humanidad en nuestros días.
Mons. José Ignacio Munilla Aguirre, Obispo de Palencia