Tenemos obligaciones como creyentes y como ciudadanos
Gaceta de los Negocios
Ante todo, transparencia total: el arzobispo Charles Chaput de Denver es un viejo amigo mío; la Archidiócesis de Denver distribuye esta columna a periódicos católicos de todo el país; yo jugué un papel menor al presentar al arzobispo a mis amigos de Doubleday. Por eso, no soy exactamente imparcial a la hora de enjuiciar su nuevo libro Render Unto Caesar: Serving the Nation by Living Our Catholic Beliefs in political Life. Confío que esto no me impida señalar que es esencial que los católicos serios lo lean en un año de elecciones, lleno de consecuencias para los temas centrales del catolicismo del siglo XXI en América.
El arzobispo Chaput es un pastor, primero y ante todo; su libro es el libro de un pastor. Está lleno de erudición, y empapado de su extensa experiencia en tratar temas de intersección entre la moralidad y la política pública. Al mismo tiempo, es un libro para los católicos de a pie, que quieren ser fieles a la Iglesia y al principio básico de justicia en sus vidas cívicas. Aquí está el argumento, concentrado en nuevo puntos clave.
El catolicismo esquizofrénico ni es catolicismo, ni es responsable, ni es patriótico. Tenemos obligaciones como creyentes, escribe. Tenemos deberes como ciudadanos. Necesitamos cumplir con ambos, o no cumpliremos con ninguno. El escepticismo secularista posmoderno sobre la verdad de todas las cosas asfixia el alma; en la frase de C. S. Lewis, engendra hombres sin corazón. La actual enfermedad social, política y demográfica de la Europa agresivamente secularista es una lección evidente, y una advertencia para América: Una vida pública que excluye a Dios no enriquece el espíritu humano. Lo aniquila.
El nuevo anticatolicismo de EEUU no está construido en torno a la antipatía hacia el papado, los sacramentos, la vida religiosa consagrada, o los otros tópicos con los que se atacaba a la Ramera de Babilonia. Se trata más bien de un ataque hacia todo tipo de moral pública informada por principios religiosos, contra
cualquier compromiso público de fe cristiana. Por eso, no podemos quedarnos satisfechos con que la Iglesia Católica juegue un considerable papel en la sociedad americana. Hay fuerzas en juego que impedirán que el catolicismo y la moralidad bíblica clásica tengan un lugar en la mesa de la deliberación democrática.
Como la defensa de la Iglesia Católica de los principios básicos de la justicia que pueden ser conocidos por la razón tiene implicaciones políticas concretas para la vida pública, la enseñanza de la Iglesia tiene efectos colaterales políticos. El que considere esta intromisión partidista está simplemente equivocado. Las declaraciones políticas más poderosas que los católicos y otros cristianos hacen es reconocer la soberanía de Cristo como la primera en nuestras vidas. Esta confesión de fe ayuda de hecho a hacer posible la democracia, al levantar una barrera contra la tendencia del estado moderno de llenar todas las rendijas y rincones del espacio social.
América se fundó sobre la convicción de que hay verdades morales que podemos conocer por la razón, y que el estado no tiene que hacer teología. El resultado fue una vibrante cultura moral pública, religiosamente informada, que asombró a Alexis de Tocqueville en el siglo XIX. Este distintivo de la experiencia americana dio forma más tarde a la enseñanza del Vaticano II sobre libertad religiosa y el estado constitucional limitado.
El trabajo por el progreso social, aunque noble, no es un sustituto de la conversión personal a Cristo. La verdadera conversión tendrá costes políticos. Los políticos católicos que intentan evitar dilemas escondiéndose entre la maleza de una plaza pública sin referencia moral y religiosa deberían reflejar las vidas de Tomás Moro y Luther King.
El resultado: los temas de la vida son fundamentales
porque el acto de deshumanizar y matar al niño no nacido ataca la dignidad humana de forma grave.