Cuando por la obsesión se pierde el sentido
ABC
El pasado 22 de mayo, la Asamblea Nacional de Quebec aprobó por unanimidad una moción presentada por el primer ministro, el liberal Jean Charest, favorable a mantener el crucifijo que preside la cámara legislativa. El esperado informe de la Comisión Bouchard-Taylor, sobre la integración de los inmigrantes, recomendaba su retirada, pero la respuesta del premier secundado por el Parlamento ha sido contundente: el crucifijo guarda relación con trescientos cincuenta años de nuestra historia, que no podemos borrar. En el texto aprobado, los representantes manifiestan la adhesión a nuestra historia y herencia religiosa, representada en el crucifijo, presente en la Asamblea y en el escudo de armas que campea en nuestras instituciones.
Una semana más tarde, el 27 de mayo, el Parlamento español ha debatido una propuesta de Izquierda Unida y sus colegas de Grupo Parlamentario defendida por Llamazares, sobre la eliminación de los símbolos religiosos en el espacio público. La proposición planteaba, concretamente, modificar el protocolo de las ceremonias de toma de posesión de cargos públicos, pero la iniciativa pretendía contribuir a superar lo que, a juicio de los proponentes, es la asignatura pendiente de la España democrática, el definitivo alumbramiento del Estado laico. En este sentido, la motivación de la propuesta alertaba, por ejemplo, acerca de que aún quedan cruces en colegios y de que todavía la Iglesia nombra a los capellanes castrenses (con todo respeto al señor Llamazares, pienso que es mejor que sea así).
En el fondo de los argumentos tantas veces escuchados se encuentra la tesis de que la presencia del crucifijo fuera de los lugares de culto o de los museos conduce a una inevitable identificación del Estado con la Iglesia (católica, por supuesto). Semejante reedición de la alianza entre el Trono y el Altar no podría calificarse sino como una aberración jurídica y una monstruosidad democrática. Espanta la simplicidad del argumento. Es ridículo sostener que la presencia de símbolos religiosos en el espacio público conduce al establecimiento de una religión de Estado. Los símbolos son expresión de sentimientos religiosos y, en determinadas circunstancias, resultan perfectamente legítimos. El Estado es neutral cuando permite que todos los ciudadanos manifiesten sus creencias, no cuando las borra del mapa.
Además, el crucifijo no tiene necesariamente un significado religioso, sino que puede contemplarse como representación de valores humanos dignos de respeto, en torno a los cuales, por lo demás, se han forjado aspectos importantes de nuestra comprensión del mundo y de la vida colectiva. Me refiero a bienes sociales en los que todos podemos reconocernos, pues se encuentran en la base del conjunto de valores civiles constitucionalmente consagrados. La tolerancia, el respeto, la solidaridad, la dignidad inalienable de la persona, la autonomía moral del individuo en relación con la autoridad e incluso la separación entre el poder temporal y espiritual encuentran un símbolo expresivo, perfectamente comprensible en un horizonte laico, en la representación del crucificado.
El crucifijo, en suma, puede concebirse como elemento de unión y no como instrumento para dividir y enfrentar a la sociedad. La tarea pendiente en la España democrática no es borrar los rastros de religiosidad, como sostiene Llamazares, sino encontrar las bases de un humanismo auténtico que afiance nuestra vida colectiva. No hay razón para renegar de nuestro propio ser, ni de nuestro pasado. Desde Canadá, el paraíso multicultural, han venido a recordárnoslo de nuevo.