Basta escuchar a los siquiatras para ver cómo la naturaleza clama por sus fueros. Dios perdona siempre; la naturaleza, no
Las Provincias
Recientemente, una figura importante de la vida pública española declaraba que es espeluznante conocer que en pleno siglo XXI, en la era de la información y de las tecnologías, haya un repunte espectacular de embarazos no deseados en adolescentes.
Estoy completamente de acuerdo con ese espanto, aunque no lo esté en absoluto con las consideraciones y remedios que se piensan poner. No es preciso ser un lince para entender que la referencia a la era de la información y de la tecnología va en la línea de que las adolescentes continúen con sus prácticas sexuales, pero sin riesgo de embarazo.
Por si no fuera suficiente, de inmediato, aludía a una posible nueva ley del aborto que garantice mejor la protección jurídica de la mujer que accede a ese tipo de prestaciones.
Lo siento, pero a mí me pone los pelos de punta -eso es espeluznante- no solamente lo primero, sino todo lo demás. Antes de explicar mis razones, diré que a la Iglesia le es gustoso y costoso todo lo relativo a la defensa de la vida. Es gozoso porque es una actitud nobilísima -de las más humanas- el amparo de una vida que nace o se termina, lo que, cuando sucede de modo natural, siempre es digno.
Pero también es costoso porque la Iglesia es acusada con frecuencia de no estar al día en una serie de aspectos que ha puesto de moda la cultura actual. Es cierto que la Iglesia siempre ha ido a contracorriente porque su fundador -Cristo- no optó por la moda ni por lo más fácil. Dios todopoderoso eligió hacerse uno de nosotros para morir en una cruz.
A partir del escándalo de la cruz, en muchas ocasiones se establece una antítesis entre el ayer y el hoy, entre tradición y progreso, vinculando siempre la fe al pasado. Algunos han intentado ceder tratando de desmitificar la fe o buscando una puesta al día que no ha respondido al querer de Dios.
La fe cristiana -escribió Ratzinger en su obra Introducción al Cristianismo-, con la revelación recibida, supera el abismo entre lo eterno y lo temporal, entre lo visible y lo invisible, porque Dios se ha hecho hombre y ha introducido lo eterno en nuestro mundo. Dios se ha acercado tanto a nosotros que hemos podido matarlo, lo que continúa siendo desconcertante para muchos, también en el tema que nos ocupa, aunque ese asunto no sea en realidad confesional. Simplemente, en Cristo se aclaran muchas cuestiones de índole natural que, como es obvio, pueden obnubilarse en la mente del hombre. En realidad, la fe está siempre al día, ofertando lo más humano y superando la idea de que algo sea progreso simplemente por ser más nuevo.
Más claro con la revelación de Jesús, está también el hecho de la creación de la naturaleza, que convierte a esta, precisamente por ser creación, en fuente de derecho. Traza límites -vuelve a hablar Ratzinger en El Dios de los Cristianos- que no pueden traspasarse. Dondequiera que se erige en derecho el exterminio de una vida inocente, se hace derecho de la injusticia. Esto no equivale a imponer la moral cristiana a una sociedad plural; se trata aquí de humanidad, de la condición del hombre, que no puede erigir el atropello de una vida en liberación propia. Basta escuchar a los siquiatras para ver cómo la naturaleza clama por sus fueros. Dios perdona siempre; la naturaleza, no.
Recientemente, con loable propósito, los ginecólogos de España difundían la idea de no permitir abortos cuando el feto es viable. Claro, se refieren a su viabilidad fuera del seno materno. Pero es tremendo pensar en su imposibilidad de crecer en el lugar que debería ser el más viable y seguro para ellos. Nadie habla de sus derechos, sólo del derecho de la mujer, que no es tal, porque esa vida, deseada o indeseada, no le pertenece; ella es su madre, pero los hijos no son propiedad al modo de un objeto o de un tumor que se extirpa en beneficio de la salud.
Es espeluznante que las adolescentes queden embarazadas por causa de una cultura que no valora su adecuada formación de la sexualidad ni de la responsabilidad con los propios actos. Me parece lamentable que otra persona de relevancia pública afirme que no le gusta el aborto para decir a continuación que es un tema en el que hay mucha hipocresía, lo que le parece razón suficiente para justificar una ley de plazos. Antes se había confesado católico. Da igual; a mí me parece que basta confesarse persona, con talante sencillamente humano. La hipocresía está, más bien, en destruir una vida, afirmando que tal acto constituye un derecho. Y alcanzaría su cota más alta si se utilizase para tapar nuestras miserias económicas.