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Las páginas que siguen son la trascripción de lo que expuse -improvisando- en el Congreso Internacional sobre Familia y Sociedad, organizado por la UIC en mayo de 2008. La ponencia que meses antes envié al Congreso ha sido publicada en sus actas (T. Melendo, «La familia, ámbito primordial de felicidad», en La familia, paradigma de cambio social, IESF, Barcelona, mayo de 2008, pp. 385-403) y puede consultarse en esta Web de Edufamilia. Conforme lean estas páginas, comprenderán por qué modifiqué radicalmente mi planteamiento. Y comprenderán también -eso espero- que muchas afirmaciones resulten demasiado bruscas, sin matices: una exposición oral de 20 minutos no permitía demasiados dibujos.
Azorín, ¡qué buena excusa!
Como bastantes de las personas inteligentes y casi todas los que no lo somos, Azorín tenía su dosis de mala idea. Hablando del modo de redactar, uno de sus temas preferidos, decía que hay escritores tan mediocres que solo consiguen tener algo de estilo cuando están enfadados.
Como comprenderán, después de las horas pasadas en este Congreso, yo no lo estoy en absoluto: solo puedo ratificar y acentuar lo que en estos días se ha dicho y tal vez matizar algunas de sus afirmaciones. Pero como nadie me asegura que mi exposición pase de medianeja, me gustaría adoptar un tono un tanto agresivo, como de enojo a ver si así logro un mínimo de gancho.
Hablando un poco más en serio, lo que sí estoy es preocupado. Lo estoy desde hace años, progresivamente y por una cuestión muy esencial. Y buena parte de lo oído en este Congreso ha hecho que aumente mi inquietud.
¡Inversión, inversión!
¿Cuál es el motivo del desasosiego? Pues que se están contemplando las cosas al revés. Más en concreto: estamos invirtiendo las relaciones entre familia-persona, por un lado, y el resto de las instituciones o como prefieran llamarlas, por otro. Y lo estamos haciendo justo quienes pretendemos defender a la familia: es decir, todos nosotros y otros muchos que se alinean en el mismo bando. Y así -¡ojalá esté sumido en el más tremendo de los errores!-, me parece que no hay modo de avanzar ni ayudar a crecer a las familias ni a las personas.
Para explicarme, tomaré como chivo expiatorio la bendita imagen que concibe a la familia como célula de la sociedad todo lo primaria que ustedes quieran. No sé de dónde procede esa metáfora (más bien sí que lo sé, pero prefiero no decirlo), conozco perfectamente a quienes la han utilizado (yo mismo, hace años) y los respeto. Pero pienso que ha llegado el momento de abandonarla.
Porque, por más que uno se empeñe en considerarla como primaria o fundamental, una célula no es más que una porción del organismo, está al servicio de él y solo en función de él merece ser atendida. Por sí misma no vale mucho, cosa que no me parece muy acorde con el enorme esfuerzo desplegado para que nos reunamos aquí, justo con objeto de debatir sobre el estado de la familia y sobre la mejor manera de favorecer que se perfeccione, para que ella, a su vez, enriquezca con sus valores a (cada una de las personas que componen) la humanidad entera.
Pero es que si la imagen a que me vengo refiriendo se interpreta literalmente, o se le hace más caso del oportuno, resulta que lo sustantivo no es ni la familia ni la persona, sino otra cosa.
Con ese supuesto no explicitado, se vuelven las cuestiones del revés -como acabo de advertir- y se razona más o menos como sigue: si la célula va mal, su maldad repercute en el organismo completo; por tanto, habrá que arreglar la célula pero en función de lo otro, del supuesto organismo, y no porque la familia lo reclame. En el fondo-fondo, lo importante no es la célula, sino el organismo.
Y resulta que ese organismo tan relevante, por lo que estoy viendo y oyendo también estos días, es la sociedad civil, la empresa, la política familiar o no familiar, la demografía y algunas otras entidades a las que no quiero aludir.
Aristóteles, sin excusas
En este extremo también puedo hallar quien cargue con las culpas, aunque solo sea -como antes- para facilitarme la exposición. Y como normalmente cito a Aristóteles para ensalzarlo o apoyar mis afirmaciones, hoy -que quiero parecer enfadado- haré justo lo contrario.
Como el común de los griegos de su época, Aristóteles no concedía a la familia un puesto demasiado central. Lo importante era la polis, en latín traducido por civitas, con su correspondiente civis = ciudadano. Y era justo el ciudadano lo que hacía las veces de la persona, concepto-realidad desconocido entre los griegos de aquel entonces. Ser hombre en plenitud, hombre libre, hombre digno, equivalía a ser ciudadano: ocuparse del bien común, poniéndolo por delante del propio (cosa, esta última, que no anda del todo descaminada, como concepto muy hondo de libertad).
Por el contrario, atender a las cuestiones familiares (o privadas) correspondía a los esclavos. A eso, a la gestión de las cosas de la familia, lo llamaban economía, dando a este término un sentido bastante distinto al que tiene hoy. En cualquier caso, dedicarse a las tareas relativas a la familia era impropio del hombre libre
(Personalmente -para echar más leña al fuego- considero también hoy un esclavo a quien se dedica a ganar dinero; algo muy distinto -¡qué pena que sea necesario aclararlo!- a trabajar con toda la ilusión de quien realiza algo que merece ser hecho y recibir por ello el salario con que mantenerse y mantener a su familia. Y, si es preciso -y en ocasiones lo es-, exigirlo).
Concluyendo, ya sea tras las huellas de la célula primaria, ya de la inspiración política cuasi aristotélica, se razona en términos de especie e individuo, como si se tratara de animales, o se vuelve al estado pre-cristiano, en el que la persona no valía por sí misma, sino en función de la casta, del grupo étnico, de los méritos político-guerreros, etc., según explicaron, acertadamente, Hegel y Kierkegaard.
En cualquier caso, la persona resulta postergada y la familia todavía más precisamente cuando se intenta defenderla.
¡Pero qué bruto soy!
Caricaturizo. Los políticos tendrían que defender a la familia porque la familia es imprescindible para la buena marcha de la sociedad; o, dicho con la mala idea que he atribuido a Azorín, para que la familia resuelva los problemas a los políticos.
Los demógrafos tendrán que defender a la familia para que la familia resuelva los problemas demográficos.
Los empresarios para que la familia resuelva sus problemas económicos.
Las instituciones educativas para que la familia resuelva los problemas pedagógicos y de formación.
Los profesionales de la salud para que la familia resuelva los problemas sanitarios.
Incluso se nos sugiere apoyar las películas con mensaje para contrarrestar el influjo de las negativas y suplir la incapacidad (¿?) de la familia actual para formar a sus miembros.
Cada persona, un absoluto
He dicho que me proponía caricaturizar. Pero ¿no les suena lo que estoy diciendo -con un mínimo de exageración- a algo de lo oído estos días en estas salas?
Ya en la sesión inaugural salió a relucir -¡no podía faltar!- el célebre invierno demográfico. Resulta, por lo que entendí, que si no cuidamos a las familias, los inmigrantes invaden nuestros países, la población disminuye, la pirámide demográfica se invierte y
«¿Y qué?», me entraron ya entonces ganas de gritar.
Porque si cada persona, considerada en sí misma, no goza de un valor infinito absoluto -es decir, no por relación ni en función de ninguna otra cosa o institución: sea democracia, sea pirámide invertida o sea lo que cada cual prefiera-, si la persona no vale por sí, la suma creciente e incluso la totalidad de los no-valores de ese tipo seguirá sin valer nada y no habrá razón de peso que me lleve a mover un dedo para evitar que desaparezca.
Al contrario, si cada una de todas las personas vale por sí misma un infinito -¡y lo vale: todo el Amor de Dios y toda la Sangre de Cristo, hasta la última gota!-, entonces ¡entonces las demás razones están prácticamente de sobra!
Con más agresividad: si no sitúo por delante la dignidad de cada ser humano, me afectaría bastante poco -¡nada!- que la humanidad se fuera al traste. En términos demográficos, lo que me importa hasta la sangre es que cada vez que se impide que una sola persona venga a este mundo se está rechazando a alguien de una valía inefable -que eso significa ser persona- y se está poniendo en peligro el amor conyugal y la armonía de la entera familia. Valores por los que sí estoy dispuesto a dejarme la piel y la vida aunque no repercutieran para nada ni en la economía ni en la política ni en la temperatura demográfica tan de moda y más bien fría.
¿Todavía más bruto?
En la misma línea, se nos dice que un tanto por ciento del estrés generado en el hogar se lleva consigo al trabajo. Y que, por eso, los empresarios han de apoyar a la familia, para no poner en peligro la marcha de su negocio. Y se organiza toda una teoría sobre la conciliación entre trabajo y familia, cuando el conflicto solo surge por no querer entender bien la verdadera naturaleza del trabajo -el incógnito del amor- y venderse a él; y se crea la denominación de Empresa familiarmente responsable (EFR, que tampoco aquí pueden faltar las siglas) para premiar a los que siguen supeditando la persona al dinero pero dan la impresión de no hacerlo (algunos sí, no quiero pasarme); y se está a punto de conseguir una bonificación económica para tal tipo de empresas
¿Necesito comentar que con lo que acabo de exponer, de forma sin duda exagerada, se están subordinando los recursos humanos -hasta la terminología es significativa- a la consecución de unos beneficios monetarios?
Si me responden que quienes llevan adelante este movimiento son empresarios y no filósofos -objeción que, obviamente, no me estoy inventando- les contesto que antes que empresarios o filósofos o albañiles o electricistas o amas de casa (¡qué bien me suena este modo de decir hoy en desuso!) somos personas y que la argumentación basada en la índole personal tiene siempre que preceder a cualquier otra.
Y si contraatacan con eso de que los empresarios no entienden otro idioma, vuelvo a contestarles, porque lo tengo bien experimentado, primero, que no es verdad, que muchísimos de ellos sitúan en primer lugar el bien personal y familiar de cuantos lo rodean si no se les subestima y sí se les ayuda a comprender la maravilla de la tarea que pueden llevar entre manos: ayudar a crecer a las personas. Y, después, que si un hombre de negocios solo reaccionara ante los beneficios económicos y resultara incapaz de atender a razones de más peso mejor que lo dejemos tranquilo, porque engañarlo y engañarnos con apariencias de altruismo solo producirá, a la larga, a la media y muy probablemente a la corta, una prostitución de la persona, engañada también ella en función de la cuenta de resultados.
¡Y todavía más!
No querría seguir pero sigo (o sea: sí quiero seguir). Cuando se me presenta como una conquista que el Gobierno de nuestro país haya aumentado el monte total de euros dedicado a las familias numerosas, me entran unas ganas enormes de echarme a llorar, aunque no puedo sino esbozar una sonrisa.
De comprensión y cariño, en primer término, para quienes realmente están luchando en pro de la familia y tienen que justificar lo que llevan adelantado.
Y de benevolente indignación, por tres motivos:
1. El primero, más obvio aunque no más importante, porque desde que comenzaron esas campañas, yo, padre de 7 hijos, no he visto incrementada ni en un euro (y no hablo en términos comparativos, sino absolutos) la ayuda oficial a mi familia.
2. Porque plantear el combate en los dominios exclusiva o prioritariamente económicos es hacer un flaco servicio a las familias, al propio país y, sobre todo, a las personas que lo componemos, que ya estamos bastante tentadas, desde otros frentes, a medir nuestras vidas con ese tipo de parámetros.
3. Por fin, como lo más penoso, porque ese incremento económico global es del todo cierto, pero a costa de prostituir el concepto o naturaleza de familia numerosa y, lo que importa mucho más, el de la familia en cuanto tal: pues si los euros totales aumentan y yo no percibo ningún céntimo extra es porque en el mismo instante en que se está haciendo gala de lo conquistado, acaban de reconocerse como familias numerosas las que proceden de la unión de dos cónyuges separados y como familia sin más la unión entre personas homosexuales o personas lesbianas
Prefiero que eliminen incluso la paupérrima ayuda económica que ahora recibo -¡y no me sobra el dinero, sino las deudas!-, pero que lo que es realmente la familia resulte confirmado. Y que quienes luchan por mejorar las condiciones de las familias numerosas, a los que comprendo, respeto, quiero y entre los que me cuento, primero dejemos muy claro el mal que se está haciendo a la humanidad al desvirtuar el concepto de familia y solo después hagamos ver, ¡porque es justo!, que, dentro de esa debacle, estamos consiguiendo algunas mejoras económicas y de otro tipo para las familias españolas.
O mejor, disfrutaría enormemente -y lo vengo repitiendo desde hace ya más de veinte años- si no tuviéramos que dedicarnos a luchar contra leyes injustas porque hemos sabido poner tan de manifiesto la enorme felicidad que lleva consigo una familia como Dios manda que todo lo demás sea simplemente la añadidura.
Me calmo (aparento que me calmo) y razono
Resumiendo lo visto hasta ahora, con idea de comenzar a construir. La familia no está para resolver ninguno de los problemas que la sociedad moderno-contemporánea se ha creado aunque efectivamente resuelva bastantes de ellos si se la deja ser lo que es. Por su intrínseca relación con la persona, la familia es lo más importante -¡lo único que realmente importa!- en sí y por sí y todo lo demás ha de ponerse a su servicio. ¡Sí, a su servicio porque es lo mismo que al servicio de la persona, de cada una de todas!
Por tales motivos, los ejemplos que antes he mencionado y bastantes otros similares, constituyen un auténtico despropósito práctico y pragmático porque antes son un gran error teorético.
Las cosas no pueden funcionar así, sencillamente porque no están bien pensadas. Y soy de las pocas personas convencidas de que no hay nada tan práctico como una buena teoría.
Subordinando la familia-persona a otras instituciones, del tipo que fueren y con todos los matices que quieran añadirle, es pero que muy difícil -por no decir imposible- facilitar una mejora personal de las personas.
No me costaría mucho razonarlo, pero prefiero remitirme a los hechos. ¿Qué se ha conseguido, de sustancial y estable, utilizando estos procedimientos? Nada o muy, muy poco.
Con errores, falsedades o mentiras economicistas o demográficas o laborales se puede destruir la familia y la persona. Con verdades como puños, pero simplemente económicas o demográficas, nunca se logrará construir ni una familia ni a una persona.
¿Es tan difícil pensarlo bien, elevando el punto de mira? ¿Es tan fuerte el influjo del ambiente y la ausencia de reflexión propia que nos impiden ver lo obvio?
Es como si yo dijera, aludiendo por unos momentos al tema del que debería estar hablando, que la familia es fundamental y debe ser defendida y apoyada porque da la felicidad.
Ciertamente, la da, cuando uno o una -a pesar de sus errores y meteduras de pata- no se alejan demasiado de lo que una familia debería ser.
Pero, ¿y si resultara que no da la felicidad tan perseguida?
Pregunta mal planteada y sin respuesta. Si una familia se acerca a lo que debe ser (cosa que depende en un 99,99% de mí -de cada uno de los que ahora me leen- y no del resto de la familia), siempre hará feliz a sus componentes.
Mas, en cualquier caso, no cantaré sus alabanzas por ese motivo, sino por su grandeza intrínseca e inalienable de la que la felicidad es -¡como debe ser!- una mera consecuencia.
Una ayudita
Voy a aludir a la Revelación por dos motivos (además de uno fundamentalísimo, que es que me da la gana hacerlo):
1. Porque no acudir a ella comporta desaprovechar las luces extras que el propio Dios nos ha otorgado y tengo toda la impresión de que no están los tiempos como para desaprovechar ninguna luz, ni extra ni no-extra.
2. Porque no hacerlo, para mantener la pureza de los géneros (filosofía, por un lado, fe y teología, por otro), demostraría, en mi caso (respeto a quien opine lo contrario, pero no su opinión, pues me parece equivocada), un auténtico complejo de inferioridad o una idiotez. Lo primero lo he dejado atrás, gracias a Dios -en el sentido literal de esta frase-, hace muchísimo tiempo. Lo segundo, confío en que no me esté llegando justo ahora, cuando los años van pasando y la vejez acecha.
Pues bien, la Fe nos enseña algo que, en cierto modo, la razón humana puede ya intuir, entre otros motivos, porque lo medio-vieron filósofos no influidos directamente por revelación alguna: y es que la condición personal plena, que habría que escribir con mayúscula, es o se identifica absolutamente con la Familia, también escrita con mayúscula.
Con palabras más sencillas, al menos para los creyentes. Como repetía con frecuencia Juan Pablo II, el Dios de los cristianos no es Soledad, sino Familia: Trinidad de Personas unidas por el Amor.
Y, con otras todavía más simples: no puede existir una Persona aislada, justo porque ser Persona -sigo empleando la mayúscula inicial- equivale a Amar en plenitud, lo que se traduce por ser-estar entregado desde siempre, para siempre y durante siempre (no sé decirlo de otro modo menos malo). Entregado y libremente recibido, ya que Nadie puede entregarse amorosamente sino a otro Alguien que lo acoja libremente, también como fruto de Amor.
Con esto llegaríamos -basados por supuesto en la Revelación y con una pobreza que me avergüenza- a atisbar el porqué del Padre y del Hijo. Dos Personas distintas, con un mismo e idéntico Ser, que el Padre posee como dándolo al Hijo, y el Hijo como acogiéndolo libre y amorosamente.
El Espíritu Santo, Plenitud del Amor, sería -en este esquema pobretón- la conjunción Personal de Entrega-y-libre-Acogimiento, no cada uno de ellos por separado. Lo que Tomás de Aquino explica de otra manera, mucho más jugosa y atractiva, cuando comenta que con solo dos Personas, incluso divinas, no se realizarían en plenitud las delicias del Amor que consisten en hacer participar del Amor mutuo a un Tercero.
Solo la familia
De todo lo anterior, que otras veces he explicado con mucho más detalle -aunque probablemente tan mal como hoy- se sigue, por ejemplo, que la Familia Primigenia, la Familia divina, es imprescindible no en razón de carencia alguna, sino de la misma abundancia de las Personas que la forman. Es tan infinito el Ser del Padre que tiene que desbordarse y ser recibido libremente por Alguien capaz de acogerlo de tal manera: por Otra Persona, que por fuerza ha de ser también divina.
De lo que se infiere -aunque pueda asimismo advertirse por otros caminos- que la razón principal de la existencia de familias humanas no se encuentra tampoco en la indigencia del hombre, como se explica a menudo, sino en la abundancia de su ser, que también necesita o reclama la entrega y la aceptación incondicionada, la cual solo se lleva a cabo dentro de una familia que sea como debe ser o se acerque a ello.
Ciertamente, todo ser humano es indigente y limitado y también por eso necesita una familia. Pero no estamos ante la razón principal ni primera, pues no compete a la condición personal del hombre -al sublime hecho de ser persona-, sino a su calidad de persona creada o finita.
De lo que todavía puede inferirse que la única sociedad que va ligada a la persona como tal -no a la persona limitada, en función de sus múltiples carencias- es la familia. Y que, por ese motivo, cualquier otra asociación debe subordinarse la persona-familia o a la familia-persona ¡y nunca al contrario!
La familia ¡soberana!
Todo lo anterior lleva consigo, entre otras cosas, que la familia es Soberana, si se trata de la Familia por excelencia, y soberana, sin reserva alguna, si nos referimos a la familia humana que verdaderamente lo es o en la medida en que luche por serlo.
Por eso, todo modo de poner en relación la familia con su entorno, entendiendo este vocablo en el más amplio sentido, vendría a formularse así: ¿cómo puedo ayudar desde mi familia a otras, a todas las familias y a todos los seres humanos? Cualquier otro planteamiento resulta, al menos, tímido y apocado.
Y lo que nunca me parecerá aceptable -también porque automáticamente sitúa a la familia en el ámbito de los perdedores- son estrategias del tipo: cómo defender a mi familia o a sus componentes, cómo defender a las familias de los demás, cómo defender la misma noción o naturaleza de la familia Porque -de nuevo llevo decenios repitiéndolo- lo que debemos emprender es un amabilísimo y enaltecedor ataque, que tendrá como término la felicidad de millones y millones de personas.
Con una condición: que nunca me falte la valentía ni la lucidez para mostrar la belleza de la familia y su intrínseca y constitutiva relación con la persona. Y, como consecuencia y como prueba de que actúo así, que jamás, ni siquiera por una mal entendida táctica, subordine la familia a nada ni a nadie, ya que eso equivale a supeditar a las personas, mancillando su dignidad.
Además, y utilizando un término prestado, nunca caeré en la tentación -tan cercana- de simetrizar los procedimientos, pretendiendo el despliegue perfeccionador de las personas y de la humanidad entera, a través de las familias, empleando las mismas armas e instrumentos que utilizan quienes llevan ya más de un siglo empeñados en destruirla.
Lo cual, en un lenguaje más sencillo, suelo expresarlo diciendo que no jugaré en campo contrario ni con el balón del enemigo (cada uno que llene este vocablo con lo que piense que es su contenido más propio).
¿Motivos? Solo puedo ayudar a la persona actuando personalmente, desde una cabeza lúcida y un corazón enamorado, capaces de interpelar, también personalmente, la inteligencia y el corazón de las personas a las que quiero que deberían tender a ser cada una de todas.
Si, fascinado por la velocidad, pretendo rectificaciones en masa y utilizo los medios adecuados para ello -para la masa-, juego en terreno contrario, comprometo la batalla y el triunfo de la persona y del amor.
Puntualizaciones
Como otras veces he explicado con detalle, en absoluto pretendo afirmar que esos otros medios -los que connaturalmente se dirigen a las masas- deban ser despreciados ni abandonados, sino todo lo contrario. Pero sí quiero dejar muy claro que no constituyen lo radicalmente importante ni lo primario y que jamás una desmesurada atención a ellos nos debería llevar a poner entre paréntesis la relación personal estricta a la que todo lo demás sirve de apoyo, en ocasiones imprescindible, pero siempre como auxilio y no como sustitutivo del nexo interpersonal.
O, por moverme en el ámbito de este Congreso, lo que querría subrayar, porque tengo la impresión de que a menudo se olvida, es que:
1. Lo radicalmente relevante e imprescindible es lo que yo -cada uno de todos- hago en mi hogar y desde mi hogar.
2. El resto, sea lo que fuere, solo resulta válido y eficaz en cuanto derive del amor apasionado a mi familia.
3. De lo contrario, si no lo doy todo con los míos, prostituyo la familia y la persona ¡y, además, puedo quedarme tan contento, pensando que lo estoy haciendo muy bien!
Y conclusión
Lo expresaré con las menos palabras de que soy capaz:
Solo una familia así, soberana, sin temores, que se ocupa de ayudar a otras familias, con vistas a darle la vuelta al mundo, puede ser feliz y hacer felices a las otras.
O, mejor, solo un matrimonio, un esposo o una esposa capaces de amar porque no tienen miedo (¡el que tiene miedo no sabe querer!), pueden formar una familia dichosa y que difunde felicidad.
Por todo lo anterior: ¡Felicidades y mi más cordial enhorabuena, familias soberanas!
Tomás Melendo. Catedrático de Filosofía (Metafísica)
Director de los Estudios Universitarios sobre la Familia
Universidad de Málaga
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