En términos estrictamente humanos, constituye una aberración (
) perdonar y amar a quien nos ha infligido un daño crudelísimo
ABC
Publicaba el jueves Alfonso Rojo un artículo, vigoroso y contundente como todos los suyos, titulado «Los monstruos», en el que mostraba su estupor ante unas declaraciones de Ingrid Betancourt, tras su liberación, en las que afirmaba que se había compadecido de sus captores, cuando los vio desnudos y maniatados en el helicóptero que la conducía a la libertad.
Nos recordaba Rojo que Betancourt había sido sometida, durante los seis años que duró su cautiverio en la jungla, a las vejaciones y sevicias más impronunciables; y juzgaba «una aberración» albergar sentimientos piadosos hacia alimañas semejantes. No le faltaba razón a Rojo: en términos estrictamente humanos, constituye una aberración -algo que se separa o desvía de la mera razón humana- perdonar y amar a quien nos ha infligido un daño crudelísimo. «Yo no sería capaz de perdonar», afirma humanamente Rojo; y concluye su artículo con una -digámoslo así- profesión de incredulidad: «No puedo creer que no odie a sus verdugos».
Podríamos aportar aquí una explicación de índole psiquiátrica que esclareciese la «aberración» de Ingrid Betancourt. Todos hemos oído hablar del «síndrome de Estocolmo», un complejo estado psicológico en el cual la víctima de un secuestro desarrolla una suerte de complicidad con su captor, consecuencia seguramente del extremo grado de desvalimiento y vulnerabilidad a que la ha conducido el cautiverio; estado psicológico que se revela en una serie de conductas morbosas: sentimiento de gratitud y afecto hacia el secuestrador, identificación con las razones desquiciadas que lo llevaron a secuestrarla, etcétera.
Esta explicación humana no sirve, sin embargo, para esclarecer el caso de Ingrid Betancourt, que en modo alguno ha mostrado connivencia o comprensión hacia las sinrazones de su cautiverio; y resulta muy dilucidador que Rojo, que se confiesa estupefacto, no mencione sin embargo la posibilidad de que Betancourt sufra un trastorno psicológico. Y es que Rojo intuye que las declaraciones de Betancourt están dictadas por una fuerza sobrenatural.
«Quitad lo sobrenatural y no encontraréis lo natural, sino lo antinatural», nos advertía Chesterton. En efecto, desgajadas de esa inspiración sobrenatural, las declaraciones de Betancourt se nos antojan algo antinatural o aberrante, contrario a la mera razón humana.
Pero la solución al misterio de unas declaraciones tan estupefacientes nos la ofrecía ese mismo día el semanario Alfa y Omega, que publicaba una fotografía en la que Ingrid Betancourt sostenía entre sus manos, sufridas y bellísimas, un rudimentario rosario que ella misma había confeccionado durante su cautiverio.
Aunque los medios de comunicación -tan empeñados en mostrarnos lo antinatural de la vida- han querido hurtarnos sus palabras, Ingrid Betancourt ha manifestado que su cautiverio no hubiese sido soportable si no la hubiese alentado la fuerza de la fe, cultivada a través de la oración. Y esa misma fuerza sobrehumana de la fe es la que ha inspirado las declaraciones escandalosas que Rojo glosa en su artículo; porque, en efecto, nada hay más escandaloso que perdonar a quienes nos hacen daño, como no hay pasaje más escandaloso en el Evangelio que aquel del Sermón de la Montaña en el que Jesús nos ordena: «Amad a vuestros enemigos y bendecid a los que os maldicen, haced bien a los que os aborrecen y orad por los que os ultrajan y os persiguen; para que seáis hijos de vuestro Padre que está en los cielos, que hace salir su sol sobre malos y buenos, y que hace llover sobre justos e injustos».
Esta expresión perfecta del amor cristiano sólo se puede alcanzar cuando nos asiste la fuerza sobrehumana de la fe. El amor al enemigo nos impone salir de los límites de nuestra humanidad: hay primero que superar y cauterizar el daño recibido, purificarse interiormente y volcar esa fuerza catártica sobre quien nos infligió el daño, para que nuestro amor lo purifique también a él. Se trata, en definitiva, de renovar aquí y ahora el misterio de la Cruz; y esto es algo que escandaliza a nuestra época antinatural, algo que nuestra época antinatural no entiende ni admite.
La sobrehumana Ingrid Betancourt ha dado un testimonio de fe acojonante y vertiginoso. Créetelo, querido Alfonso: esa mujer no odia a sus verdugos; y el amor que les profesa es sobrenatural.