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Ciertamente no todo se puede cambiar haciéndolo frente pero también lo es que no se puede cambiar nada hasta que uno no lo hace frente.
Hace unos años murió Víktor Frankl, un superviviente de los campos de concentración nazi, que describe en su libro El hombre en busca de sentido cómo hizo frente a las calamidades que padeció y narra cómo hizo para superarlas. Médico, psiquiatra, innovador en su especialidad, recibió pasados los años la luz de la fe cristiana. Este hombre descubrió el sentido de la vida y por eso el sufrimiento dejo de ser para él problemático. Todos los problemas tienen solución aun cuando el auténtico problema sea encontrarla. Frankl encontró la solución: un cambio de actitud ante la vida.
Transcribimos un texto luminoso de su libro: Lo que de verdad necesitamos es un cambio radical en nuestra actitud hacia la vida. Tenemos que aprender por nosotros mismos y después, enseñar a los desesperados que en realidad no importa que no esperemos nada de la vida, sino si la vida espera algo de nosotros. Tenemos que dejar de hacernos preguntas sobre el significado de la vida y, en vez de ello, pensar en nosotros como seres a quienes la vida les inquiriera continua e incesantemente. Nuestra contestación tiene que estar hecha no de palabras ni tampoco de meditación, sino de una conducta y una actuación rectas. En última instancia, vivir significa asumir la responsabilidad de encontrar la respuesta correcta a los problemas que ello plantea y cumplir las tareas que la vida asigna continua e incesantemente, tareas que la vida asigna continuamente a cada individuo.
Dichas tareas y, consecuentemente, el significado de la vida, difieren de un hombre a otro, de un momento a otro, de modo que resulta completamente imposible definir el sentido de la vida en términos generales. Nunca se podrá dar respuesta a las preguntas relativas al sentido de la vida con argumentos especiosos. Vida no significa algo vago, sino algo muy real y concreto, que configura el destino de cada hombre, distinto y único en cada caso. Ningún hombre ni ningún destino pueden compararse a otro hombre o a otro destino. Ninguna situación se repite y cada una exige una respuesta distinta; unas veces la situación en que un hombre se encuentra puede exigirle que emprenda algún tipo de acción; otras, puede resultar más ventajoso aprovecharla para meditar y sacar las consecuencias pertinentes. Y, a veces, lo que se exige al hombre puede ser simplemente aceptar su destino y cargar con su cruz. Cada situación se diferencia por su unicidad y en todo momento no hay más que una única respuesta correcta al problema que la situación plantea.
Cuando un hombre descubre que su destino es sufrir, ha de aceptar dicho sufrimiento, pues ésa es su sola y única tarea. Ha de reconocer el hecho de que, incluso sufriendo, él es único y está solo en el universo. Nadie puede redimirle de su sufrimiento ni sufrir en su lugar. Su única oportunidad reside en la actitud que adopte al soportar su carga.
En cuanto a nosotros, como prisioneros, tales pensamientos no eran especulaciones muy alejadas de la realidad, eran los únicos pensamientos capaces de ayudarnos, de liberarnos de la desesperación, aun cuando no se vislumbrara ninguna oportunidad de salir con vida. Ya hacía tiempo que habíamos pasado por la etapa de pedir a la vida un sentido, tal como el de alcanzar alguna meta mediante la creación activa de algo valioso. Para nosotros el significado de la vida abarcaba círculos más amplios como son la vida y la muerte y por este sentido es por el que luchamos [1]
No es posible ser creativo en la santidad aunque sí se puede, puesto que el amor es ocurrente, hacer descubrimientos amorosos de cosas pequeñas. Necesitamos leer vidas de santos. Ellos dan doctrina y ejemplos muy sustanciosos y aprovechables o, al menos, pistas para una constante conversión que en eso consiste la santidad. En India, cuando fue Pablo VI había más gente en el trayecto del aeropuerto a la Nunciatura que católicos en el país. ¿Por qué? Porque allí tienen la convicción de que si son mirados por un santo quedan purificados ellos. Los santos contagian deseos de mejora, de cambio.
El 14 de noviembre del 2002, Juan Pablo II, visitó el Parlamento Italiano. Era la primera vez que lo hacía un Papa en 150 años. Su discurso, vibrante, apasionado y sincero se centró en el terrorismo internacional y la globalización. Debió dar mucho fruto como siempre que hablaba el Papa, pero uno de esos frutos fue que al verlo por televisión el mafioso italiano Benedetto Marciante, capo de la Cosa Nostra, acusado de homicidio y de extorsión, se entregó a la policía italiana. De todas formas no basta con aceptar el error una vez descubierto éste, hay que poner el remedio adecuado.
La debilidad más que la ignorancia, generalmente, son las que conducen al error, a las equivocaciones, pero de estas equivocaciones hemos de aprender y corregirnos. De no hacerlo sucederá que acabaremos dando carta de conocimiento verdadero a nuestras flaquezas. No olvidemos que una buena parte de la curación consiste en querer ser curado. Juan Pablo II instaba a corregirse cuando se aceptaba el error pero nunca si se admitía como forma de ser, como algo congénito, irreversible. ¡Corríjase eminencia, corríjase!, le decía a un Prelado que hablaba con vehemencia al Papa aunque luego pedía excusas. Sin embargo sí hemos de comprender al pecador aun cuando seamos recios con el pecado. Esta actitud adquirirá matices maternales cuanto más grave sea el desatino. Un sucedido hace años muestra como Juan Pablo II sabía recoger al hijo pródigo como buen padre y maestro cariñoso.
Un sacerdote norteamericano de la diócesis de Nueva York se encontraba en Roma y cuando se disponía a entrar para rezar en una parroquia romana se encontró con un mendigo a la puerta. Nada extraño hasta ahora, pero se fijo en él durante unos instantes y al sacerdote le pareció conocer a aquel hombre. Se miraron los dos y después dijo: perdón, no puede ser usted. Sí, le dijo, soy yo. En efecto intercambiaron unas frases y era un compañero del seminario, ordenado sacerdote el mismo día que él. Este sacerdote mendigaba ahora por las calles de Roma. Explicó a su antiguo compañero cómo había perdido la fe y su vocación. Quedó el sacerdote turista profundamente estremecido.
Al día siguiente este sacerdote tuvo la oportunidad de asistir a la Misa privada del Papa, al que podría saludar al final de la celebración, como solía ser la costumbre. Al llegar su turno sintió el impulso de arrodillarse ante el santo Padre y pedir que rezara por su antiguo compañero de seminario, y le describió brevemente al oído la situación al Papa. Un día después recibió la invitación del Vaticano para cenar con el Papa, en la que solicitaba llevara consigo al mendigo de la parroquia. El sacerdote volvió a la parroquia y le comentó a su antiguo compañero de clase y ordenación el deseo del Papa. Una vez convencido el mendigo, le llevó a su lugar de hospedaje, le ofreció ropa y la oportunidad de asearse. Fueron a cenar los dos con el Papa.
El Pontífice, después de la cena, indicó al sacerdote que los dejara solos, y pidió al mendigo que escuchara su confesión. El hombre, impresionado, le respondió que ya no era sacerdote, a lo que el Papa contestó: una vez sacerdote, sacerdote para siempre. Pero estoy fuera de mis facultades de presbítero, insistió el mendigo. Yo soy el obispo de Roma, me puedo encargar de eso, dijo el Papa. Accedió y el hombre escuchó la confesión del Santo Padre. Al terminar, movido por la gracia, el mendigo pidió a su vez al Papa que escuchara su propia confesión. Después de ella lloró amargamente. Al final Juan Pablo II le preguntó en qué parroquia había estado mendigando, y le designó asistente del párroco de la misma, y encargado de la atención a los mendigos [2].
La conversión es un don de Dios que hemos de pedir a diario porque hemos de convertirnos constantemente aunque sólo se relaten e impacten mucho aquellas que conducen a un cambio radical de vida.
Otro caso sucedido con Juan Pablo II, tuvo lugar durante la preparación del Congreso sobre la acción de los católicos en tiempos de la Inquisición y del cual uno de los frutos sería la petición pública de perdón por parte del Papa, por el daño causado por los católicos, se convocó a muchos expertos a Roma, sin distinción de religión, raza o sexo.
Acudió un historiador español, de religión protestante. Después de algunos días de ponencias y conclusiones, se les invitó a una audiencia privada de los participantes con Juan Pablo II. Este hombre, al ser protestante, pensó que no había venido a ver al Papa, sino a un Congreso. Decidió, por tanto, no ir. Por la noche no se atrevió a decírselo a su mujer, que compartía habitación con él, en el hotel. Pero en contra de su opinión y creyendo contentar a su mujer, al día siguiente se desdijo y decidió apuntarse. Entonces, después de la clásica espera corta en la antesala, fueron llamados a la audiencia. Una vez dentro éste abrió los ojos y lentamente cayó de rodillas al suelo. Cuando su atónita mujer fue a ayudarle a levantarse dijo que no estaba viendo al Papa sino a Cristo. La audiencia entera fue para él un auténtico valle de lágrimas, y el que entró protestante salió católico.
Hemos de agradecer a Dios, como hacía San Pablo, nuestra vocación, nuestra conversión radical a Cristo, pero sin olvidar que el tiempo es corto e incierto. Que, de alguna manera, cada noche morimos, cada mañana nacemos y cada día se convierte en una breve nueva vida. Si tenemos en cada día una meta y la alcanzamos pasito a paso, llegaremos a la meta final avanzando con pasos pequeños que parecerán de gigante al llegar. Ese paso que invita al siguiente y éste al otro es la conversión continua y constante que Dios espera.
Pedro Beteta. Doctor en Teología y en Bioquímica
Notas al pie:
[1]. Viktor Frankl, El hombre en busca de sentido, p. 78
[2]. Escuchado el relato, prolijo en detalles, a la Madre Angélica de EWTN
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