y todas las reconvenciones que se les dirigían eran palabras lanzadas al viento
ABC
En cierto pasaje de «El hombre eterno», Chesterton describe el clima cultural que favoreció la primera persecución contra los cristianos. Un enjambre de religiones extrañas convivían en el Imperio, tantas como para llenar un manicomio; y a todas se les dejaba adorar libremente, con tal de que cumplieran con un requisito formal de agradecimiento a la tolerancia del Emperador, arrojando un poco de incienso sobre su estatua.
Pero entre todos aquellos adoradores de religiones variopintas había unos, procedentes de una secta oriental, que se negaban a incensar la estatua del Emperador; y todas las reconvenciones que se les dirigían eran palabras lanzadas al viento.
Aquellos adoradores de un Dios resucitado, «chiflados portadores de buenas noticias», empezaron a ser mirados con suspicacia, pronto con franca animadversión; y un día cualquiera aquella cansada sociedad llevó a los miembros de aquella secta oriental a la arena del circo, mientras ellos permanecían en una actitud increíblemente serena. «Y, en aquella oscura hora -concluye Chesterton-, brilló sobre ellos una luz que nunca se ha extinguido, un fuego blanco que se aferra a ese grupo como una fosforescencia extraterrenal, haciendo brillar su rastro por los crepúsculos de la historia: es el halo del odio alrededor de la Iglesia de Dios».
Esa luz que nunca se ha extinguido, esa fosforescencia extraterrenal (y no precisamente divina) que envuelve como un halo a los cristianos se ha manifestado en diversos crepúsculos de la historia bajo expresiones más o menos sañudas o sibilinas. Entre las sañudas, podemos referirnos -por ejemplo- a la que llevó hace setenta años a una parte del pueblo español a destruir imágenes y profanar templos, a asesinar curas y monjas con bestial denuedo.
Entre las sibilinas, más propias de esta fase democrática de la historia, podemos contar esta fiebre laicista de hogaño, empeñada en esconder todo signo visible de religiosidad, por considerar que hiere la sensibilidad contemporánea. Unas y otras -las sañudas y las sibilinas- poseen rasgos anticlericales e iconoclastas; pero anticlericalismo e iconoclasia no son sino desahogos -aspavientos furiosos- de otra pasión más turbulenta e inconfesable, el odium fidei, que ni siquiera es odio contra la institución eclesiástica (aunque, desde luego, lo incluye), sino más exactamente odio ensimismado y frenético contra el creyente.
La fiebre laicista de hogaño adopta el lenguaje aséptico propio de esta fase democrática de la historia; pero, bajo su formulación de apariencia amable, encontramos el mismo odium fidei de siempre, la misma fosforescencia extraterrenal. A la postre, el laicismo reacciona ante la visión de un crucifijo como reaccionarían el conde Drácula o la niña de «El exorcista», esto es, como poseído por una fuerza contraria a la que dicho crucifijo representa.
Y, para que no se le noten los desarreglos que dicha fuerza le provoca, el laicismo quiere retirar el crucifijo de la contemplación pública; pues sólo así podrá seguir representando ante los incautos su papelón fingido de doctrina pacífica y tolerante. ¿A quién puede injuriar la visión de un crucifijo? No, desde luego, a quienes no hayan sido educados en el cristianismo; pues, para estos, un crucifijo será como el monolito al que adoraban los hombres de las cavernas, una figura carente de significado religioso en la que, si acaso, descubrirán un sentido histórico.
Tampoco puede serlo para quienes, habiendo sido educados en el cristianismo, no profesan ninguna fe concreta; y aun me atrevería a decir que para estos, como para León Felipe, el crucifijo puede compendiar las más nobles vocaciones del hombre («Los brazos en abrazo hacia la tierra,/ el astil disparándose a los cielos»): vocación de entrega y caridad, por un lado; vocación de misterio e infinitud, por otro.
Nada ofensivo, pues. El crucifijo, en fin, sólo puede injuriar a quienes desean que arrojemos incienso ante la estatua del Emperador. Las tres o cuatro lectoras que todavía me soportan ya saben a qué Emperador me refiero: los antiguos lo pintaban con cuernos y patas de chivo; y su luz, que nunca se extingue, fosforescente y extraterrenal, se llama odium fidei.