Hannibal Lecter y Leatherface no lo hubiesen explicado mejor
ABC
Dice José Antonio Alonso, portavoz socialista, que en el congreso que su partido acaba de celebrar «se palpa una orientación progresista». Sólo que, si palpas mucho, sales con las manos tintas de sangre. Los socialistas apuestan por una «reforma vanguardista» de la ley del aborto que «garantice la seguridad jurídica de las mujeres que deciden abortar» y su «derecho a decidir».
Desde luego, Hannibal Lecter no hubiese formulado una apología más refinadamente eufemística del canibalismo que la que los socialistas nos ofrecen sobre el aborto. A abortar a mansalva, sin más impedimento que la fijación de un plazo arbitrario de gestación, lo llaman «reforma vanguardista»; a la impunidad del delincuente la bautizan «garantizar la seguridad jurídica»; a un delito tipificado lo denominan, en el colmo de la socarronería, «derecho a decidir». Hay que tener, desde luego, una jeta como la de Leatherface, el virtuoso de la sierra eléctrica en La matanza de Texas, para adulterar el lenguaje de un modo tan burdo y feroz.
Tales adulteraciones burdas serían, por supuesto, inverosímiles si no las precediese ese ofuscamiento de la conciencia moral del que ya nos previno Isaías: «¡Ay de los que a lo malo llaman bueno, y a lo bueno malo; que hacen de la luz tinieblas, y de las tinieblas luz; que ponen lo amargo por dulce, y lo dulce por amargo!».
Desde luego, emplear un criterio de plazos para establecer cuándo un delito contra la vida no debe ser castigado es una aberración jurídica (y científica) que no se sostiene ni aunque nos pongamos las botas a palpar progresismo: hace cincuenta años, un feto era viable cuando había completado siete meses de gestación; hoy lo es cuando ha completado tan sólo veintidós semanas; dentro de cincuenta años, tal vez lo sea cuando apenas haya sido concebido.
Si a alguien se le ocurriera establecer que el asesinato de ancianos a partir de los setenta años, o de niños hasta los catorce, quedase impune lo encerraríamos en el loquero; pero a alguien se le ocurre establecer un criterio cronológico igualmente demencial en el aborto y se nos antoja que el tío está palpando progresismo a manos llenas.
Lo de establecer garantías específicas de seguridad jurídica para las mujeres que abortan es otra aberración jurídica que provocaría nuestra hilaridad, si no fuera porque la jeta de Leatherface infunde más bien espanto. Nuestro ordenamiento ya establece todas las garantías jurídicas y procesales habidas y por haber: presunción de inocencia, tutela judicial efectiva, asistencia de letrado, etcétera.
El fraude de ley, la connivencia con el delincuente, el amparo de la impunidad deben tratarse, pues, de garantías «vanguardistas» que sólo comprendes si te pones ciego a palpar progresismo.
Pero cuando hay que palpar progresismo hasta clavar las uñas es cuando determinas que un delito tipificado puede convertirse, por arte de birlibirloque, en «derecho». Norberto Bobbio, el gran filósofo y jurista turinés, lo estableció tajantemente: «Hay tres derechos. El primero, el del concebido, es fundamental. Los demás, el de la mujer y el de la sociedad, son derivados. Además, y para mí esto es el punto central, el derecho de la mujer y el de la sociedad, que son de ordinario adoptados para justificar el aborto, pueden ser satisfechos sin recurrir al aborto, es decir, evitando la concepción. Una vez ocurrida la concepción, el derecho del concebido solamente puede ser satisfecho dejándolo nacer».
Pero, para palpar progresismo en condiciones y ponerse las manos tintas de sangre, más aconsejable que la lectura de Bobbio resulta la de La filosofía en el tocador, de Sade, donde una pionera del progresismo fetén imparte la doctrina que este congreso socialista hace suya: «Somos dueñas de lo que llevamos en el seno, y no hacemos más mal destruyendo esa especie de materia que purgándonos de otra con medicamentos cuando tenemos necesidad. (...). Hemos comprendido que una criatura más o menos sobre la tierra no comporta gran diferencia y que nosotras nos convertimos, en una palabra, en dueñas de ese pedazo de carne no de forma distinta a como lo somos de las uñas que cortamos de nuestros dedos, de las excrecencias de carne que extirpamos de nuestro cuerpo o de los productos de la digestión que evacuamos de nuestras vísceras. (...) Hace falta ser imbéciles para encontrar el mal en una acción tan indiferente».
Hannibal Lecter y Leatherface no lo hubiesen explicado mejor.