Existe un modo cristiano de comprometerse en la política y de apasionarse por ella
AnalisisDigital.com
¿Por qué con frecuencia los cristianos, y sobre todo los jóvenes, se desinteresan de la política? ¿No equivale eso a desertar de una tarea clave para la sociedad?
Es lo que se planteaba Monseñor Jean Louis Bruguès, secretario de la Congregación para la Educación Católica, durante un seminario internacional organizado hace unos días por el Pontificio Consejo Justicia y Paz, sobre el tema La política, forma exigente de la caridad.
Hace seis años, siendo obispo de Angers en ejercicio, dirigió una memorable catequesis a los jóvenes sobre la actividad política. Se lamentaba entonces de la falta de interés, e incluso de la retirada de tantos, entre ellos muchos cristianos, ante esta tarea clave para la sociedad. Señalaba tres causas por las que, sobre todo las generaciones más jóvenes, desconfían de la política: la política divide (en ella se manifiestan las oposiciones y las divergencias de valores y convicciones); la política mancha (es un pantano de corrupciones, donde sólo sobreviven los que abusan del poder); la política no es el mejor lugar para servir (es mucho mejor comprometerse en las causas humanitarias). Y les decía que eso equivale a desertar.
Ya Pío XI entre las dos guerras mundiales, cuando comenzaba a pujar la mentalidad nazi, señaló que, después de la religión, la política es lo más importante. Y en efecto, es un cauce privilegiado para el ejercicio de la caridad y para la santificación en el servicio al bien de los otros (como lo prueban los nombres de E. Michelet, R Schuman, M.L. King, G. La Pira, etc).
La cuestión esencial, dice ahora, es si el ejercicio del poder es compatible con la santidad. Ante todo Mons. Bruguès quiere dejar claro que no existe una política específicamente cristiana, deducida del Evangelio y del Credo; en cambio sí existe un modo cristiano de comprometerse en la política y de apasionarse por ella, en el doble sentido de apego y sufrimiento. Esta actitud cristiana ante la política reposa a su juicio en un conjunto de convicciones y deberes.
En primer lugar, la convicción de que el poder político sólo se comprende y ejercita como servicio. El afán de servir legitima incluso la ambición de poder político: Entrar en la política supone pues un desprendimiento de sí mismo, una muerte a sí mismo
un don de sí mismo, a imagen de Cristo. Como ya mostraron Aristóteles y Tomás de Aquino, la acción política pone en juego la magnanimidad y la prudencia, al servicio de la construcción de la ciudad (léase el ayuntamiento o la ciudad propiamente, la región o la nación, o las instituciones internacionales). La corrupción no es inevitable.
En segundo lugar, la convicción de que en política lo que une debe ser más fuerte que lo que divide. Ciertamente la política supone arbitrar los intereses, las opiniones y las convicciones, y eso conlleva esfuerzo, lo que no significa normalmente el uso de la violencia. Las tensiones pueden resolverse apelando al bien común, cuyos elementos esenciales son: el respeto a la persona humana (especialmente a los más débiles y necesitados); la defensa y la protección del grupo político por medios legítimos y proporcionados; la participación de todos en la cultura de ese grupo. Y todo ello normalmente de modo pacífico, aunque algunas veces cuando lo legal se hace ilegítimo cabe la resistencia y la rebeldía.
Observa Bruguès que en el Catecismo de la Iglesia Católica la actividad política se vincula a la familia (números 2234 y siguientes) hablando de deberes, esa palabra que no gusta mucho en la cultura occidental actual. Pues bien, en toda familia existen deberes y obligaciones que perfilan la trama del compromiso social: el interés por lo que afecta a los otros y el empeño en ayudarles; la educación, signo de civilización y respeto, también en lo pequeño (pagar el billete del metro); el agradecimiento y la oración por los que se dedican a la actividad política y al gobierno; la participación en las opciones y decisiones de las que dependen la marcha de la sociedad.
En definitiva, señala el conferenciante, las virtudes políticas se resumen en una: la fraternidad. Pero se plantea si es posible la fraternidad sin reconocimiento de un padre. Una sociedad que rechaza su fundamento metafísico o religioso, rechaza a Dios, y con Él, rechaza a su Padre. Al revelarnos que el Dios vivo es Padre y hacernos hijos adoptivos de un mismo Padre, Cristo ha venido a poner los únicos fundamentos reales de una fraternidad verdaderamente universal. Y termina citando un pasaje de la primera encíclica de Benedicto XVI (Deus caritas est, n. 28), donde se dice que para comprender y vivir la justicia hay que sobrepasar la preponderancia del interés y del poder, que pueden deslumbrar a la razón. Para esto, la fe es una fuerza purificadora, que libra de la ceguera y ayuda a ver. Las vidrieras de las catedrales son fuente de luz para el que las contempla desde dentro. Así el cristiano, con la fuerza clarificadora de la fe cabría añadir, de la fe vivida plenamente también en la actividad política, se convierte en una fuente de luz que proporciona a la acción política su dimensión más natural y verdadera.
El análisis de Mons. Bruguès pone de relieve que ser cristiano no significa en modo alguno refugiarse en una esfera privada, ajena a todo compromiso público-político, o en una añoranza de confesionalidad. Al contrario, los cristianos, especialmente los fieles laicos y muy particularmente los jóvenes, están llamados a contribuir para que se instaure en todos los niveles un ordenamiento más justo y coherente con la dignidad de la persona humana. Este deber se hace más grave en la sociedad contemporánea, a causa del relativismo y la indiferencia ante las tareas comunes.
La política pide un esfuerzo que implica tanto la formación de la conciencia como la continua conversión. A este respecto señalaba Juan Pablo II: Una persona superficial, tibia o indiferente, o que se preocupe excesivamente por el éxito y la popularidad, jamás será capaz de ejercer adecuadamente su responsabilidad política. La conversión remite, ante todo, a la relación con Dios; pero, en no pocos casos, supone también una conversión social y cultural: salir del propio yo para trabajar, de modo comprometido y competente, en favor de los intereses y las necesidades de quienes nos rodean, aunque suponga riesgos y sacrificios. Pero vale la pena.
Ramiro Pellitero, profesor de Teología pastoral en la Universidad de Navarra