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Aunque hemos hablado en otros artículos de la excelsa figura de San Pablo con motivo del bimilenio jubilar que celebra la Iglesia a instancias del Papa, quedaría muy incompleta nuestra visión sin citar la última catequesis que Benedicto XVI dedica a la realidad central en la vida de San Pablo: La vida en la Iglesia. La adhesión de Pablo a la Iglesia se realizó por una intervención directa de Cristo, quien al revelársele en el camino de Damasco, se identificó con la Iglesia y le hizo comprender que perseguir a la Iglesia era perseguirlo a él, el Señor. En efecto, el Resucitado dijo a Pablo, el perseguidor de la Iglesia: Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues? Al perseguir a la Iglesia, perseguía a Cristo. Entonces, Pablo se convirtió, al mismo tiempo, a Cristo y a la Iglesia. Así se comprende por qué la Iglesia estuvo tan presente en el pensamiento, en el corazón y en la actividad de san Pablo [1].
Desde su encuentro con Jesucristo en el camino de Damasco, San Pablo se pone por completo a disposición del Señor. Siente la necesidad de hacer partícipes del tesoro que ha encontrado con la fe a cuantos se ponen a su alcance. Impulsado por el Espíritu Santo, emprende largos viajes para llevar el mensaje del Evangelio a todo el mundo entonces conocido. El apostolado no es una tarea más entre otras, sino una exigencia ineludible de la vocación recibida: si evangelizo, no es para mí motivo de gloria, pues es un deber que me incumbe. ¡Ay de mí si no evangelizara! [2]. Es consciente de que tiene una tarea divina que realizar.
El Papa expone antes que nada la propia experiencia de Iglesia que vive San Pablo. Tenemos que constatar, ante todo, que su primer contacto con la persona de Jesús tuvo lugar a través del testimonio de la comunidad cristiana de Jerusalén. Fue un contacto turbulento. Al conocer al nuevo grupo de creyentes, se transformó inmediatamente en su fiero perseguidor. Lo reconoce él mismo tres veces en diferentes cartas: He perseguido a la Iglesia de Dios, escribe [3], presentando su comportamiento casi como el peor crimen. La historia nos demuestra que normalmente se llega a Jesús pasando por la Iglesia. En cierto sentido, como decíamos, es lo que le sucedió también a san Pablo, el cual encontró a la Iglesia antes de encontrar a Jesús. Ahora bien, en su caso, este contacto fue contraproducente: no provocó la adhesión, sino más bien un rechazo violento[4].
Los viajes apostólicos de San Pablo son un testimonio impresionante de cómo, desde los primeros momentos de la Iglesia, el Espíritu Santo lo envía a llevar la doctrina cristiana a todo el mundo. San Pablo y sus compañeros, al llegar a una ciudad, se dirigían primero a la sinagoga, donde cabía esperar que se encontraran personas con una cierta base para acoger la fe; o iban fuera de la ciudad, junto al río, donde algunos judíos solían reunirse para la oración; pero también van a la plaza pública, como el Areópago en Atenas. En este último caso, en Atenas, se palpa la capacidad de captar la atención del público que tiene enfrente y exponer los temas a lo que son especialmente permeables sus oyentes. En el Areópago de Atenas, circulaban todas las corrientes retóricas, culturales y filosóficas del momento, pero sus oyentes desconocían las Escrituras de Israel, por lo que en esa ocasión habla de modo muy distinto a como lo había hecho en tantos otros lugares. Les dirige la palabra así:
Al pasar y contemplar vuestros monumentos sagrados he encontrado también un altar en el que estaba escrito: Al Dios desconocido. Pues bien, yo vengo a anunciaros lo que veneráis sin conocer. El Dios que hizo el mundo y todo lo que hay en él, que es Señor del cielo y de la tierra, no habita en templos fabricados por hombres, ni es servido por manos humanas como si necesitara de algo el que da a todos la vida, el aliento y todas las cosas. Él hizo, de un solo hombre, todo el linaje humano, para que habitase sobre toda la faz de la tierra. Y fijó las edades de su historia y los límites de los lugares en que los hombres habían de vivir, para que buscasen a Dios, a ver si al menos a tientas lo encontraban, aunque no está lejos de cada uno de nosotros, ya que en él vivimos, nos movemos y existimos, como han dicho algunos de vuestros poetas: Porque somos también de su linaje [5]. El resultado lo conocemos. Al hablar de la Resurrección de Cristo le abuchean, le echan y dicen que otro día te escucharemos, pero con todo ha sembrado y la semilla nunca de la palabra de Dios siempre fructifica. Dionisio el areopagita y más oyentes abrazaron la fe.
Es conmovedor ver como San Pablo al predicar el Evangelio en diversos lugares y ante personas de mentalidad distinta, se esfuerza por hacerse entender haciéndose cargo de la situación de sus oyentes y expresando el mensaje cristiano del modo más asequible. Por ejemplo, cuando se dirige a judíos, se esfuerza por demostrar que en Jesús se han cumplido las Escrituras. Así, en el primero de sus discursos que conocemos, pronunciado en la sinagoga de Antioquía de Pisidia, les dice: Nosotros os anunciamos la buena nueva de que la promesa hecha a nuestros padres la ha cumplido Dios en nosotros, sus hijos, al resucitar a Jesús, como estaba escrito en el Salmo segundo: Tú eres mi Hijo, yo te he engendrado hoy. Y que lo resucitó de entre los muertos para jamás volver a la corrupción lo dijo así: Os daré las santas y firmes promesas hechas a David. Por lo cual dice también en otro lugar: No dejarás a tu Santo experimentar la corrupción. Porque David, después de haber cumplido durante su vida la voluntad de Dios, murió, fue sepultado con sus padres y experimentó la corrupción; pero aquel a quien Dios resucitó no experimentó la corrupción. Sabed, pues, hermanos, que por éste se os anuncia el perdón de los pecados; y que de todo lo que no pudisteis ser justificados por la Ley de Moisés, queda justificado todo el que cree en Él [6].
No pierde la más mínima opción de hablar de Dios, ya sea cuando prisioneros el terremoto les abre las puertas de par en par, les deja a oscuras y el jefe de la prisión pensando en la fuga pretende suicidarse y Pablo, a voz en grito le disuade y toda la familia del centurión se convierte. El Apóstol no desaprovecha oportunidad de hablar de Jesucristo, incluso en las situaciones que parecerían menos propicias. La audacia de San Pablo ante Festo y Agripa es impresionante. Da testimonio de su conversión y les habla de Cristo resucitado aunque lo tomen por loco. Pablo contestó: -No estoy loco, excelentísimo Festo, sino que digo cosas verdaderas y sensatas. Bien sabe estas cosas el rey a quien hablo sinceramente, porque no creo que ninguna le sea desconocida, pues no son cosas que hayan ocurrido en un rincón. ¿Crees, rey Agripa, en los Profetas? Yo sé que crees. Agripa contestó a Pablo: -Un poco más y me convences de que me haga cristiano. Pablo respondió: -Quisiera Dios que, con poco o con mucho, no sólo tú sino todos los que me escuchan hoy se hicieran como yo, pero sin estas cadenas [7]. El comentario es muy significativo ¡temen que les convenza!, y le mandan callar llevándoselo de allí.
La vida apostólica de San Pablo es muy exigente como queda de manifiesto en el que parece ser su primer escrito, la primera epístola a los Tesalonicenses. Quizás sea el texto más antiguo de todo el Nuevo Testamento. San Pablo comienza esta carta recordando su llegada a aquella ciudad y cómo desarrolló allí su labor apostólica. Una lectura meditada de sus primeros capítulos puede ser muy provechosa. Aquí sólo nos fijaremos en algunos detalles: Conocéis bien, hermanos, que nuestra estancia entre vosotros no fue infructuosa, sino que, como sabéis, después de haber padecido sufrimientos e injurias en Filipos, tuvimos confianza en nuestro Dios para predicaros el Evangelio de Dios en medio de muchos combates. Nuestra exhortación no procede, por eso, del error ni de la impureza, ni es engañosa. Al contrario, ya que Dios nos ha encontrado dignos de confiarnos el Evangelio, hablamos no como quien busca agradar a los hombres, sino a Dios, que ve el fondo de nuestros corazones [8]. San Pablo y sus acompañantes llegaron a Tesalónica procedentes de Filipos, donde se había desatado una persecución. Pronto encontró dificultades análogas en Tesalónica. Pero el Apóstol no se detiene, ya que se sabe portador de un mensaje que es de Dios y habla de Él con sinceridad y claridad: no modifica lo que debe decir para adaptarse a lo que más gustaría a sus oyentes, sino que expone la verdad de la fe con toda rectitud.
Su dedicación al apostolado totalmente desinteresada busca sólo el bien de las almas. San Pablo muestra, además, cómo la intensa predicación del evangelio es compatible con una dedicación adecuada a un trabajo profesional con el que mantenerse: recordáis, hermanos, nuestro esfuerzo y nuestra fatiga: trabajando día y noche, para no ser gravosos a ninguno de vosotros, os predicamos el Evangelio de Dios. Testigos sois, y Dios también, de que nuestra conducta entre vosotros, los creyentes, fue santa, justa e irreprochable [9].
El Apóstol no es sólo un maestro que enseña la verdad. La predicación del Evangelio requiere amar a aquellos a quienes se dirige, pero no sólo con el afecto de un pedagogo, sino con el amor de un padre; o mejor aún, como el de una madre que atiende todas las necesidades de su hijo, pero mira más allá del momento presente. El ejemplo de San Pablo es conmovedor: Aunque, como apóstoles de Cristo, podríamos haber impuesto el peso de nuestra autoridad, sin embargo nos comportamos con dulzura entre vosotros. Como una madre que da alimento y calor a sus hijos, así, movidos por nuestro amor, queríamos entregaros no sólo el Evangelio de Dios, sino incluso nuestras propias vidas, ¡tanto os llegamos a querer! [10].
San Pablo no se limitó a predicar en la sinagoga o en otros lugares públicos, o en las reuniones litúrgicas cristianas. Se ocupó de buscar y tratar a cada una de las personas en particular; con el calor de una confidencia amistosa, hablaba con cada uno, y le enseñaba cómo debía comportarse en su vida de modo coherente con la fe. No buscó jamás el reconocimiento afectivo, ni se gloría de sus logros, pues sabe bien que todo es fruto de la acción del Espíritu Santo: Y por eso también nosotros damos gracias a Dios sin cesar, porque, cuando recibisteis la palabra que os predicamos, la acogisteis no como palabra humana, sino como lo que es en verdad: palabra divina, que actúa eficazmente en vosotros, los creyentes [11].
A ese cuidado para que nadie se pierda, se refiere cuando al mencionar los sufrimientos padecidos por extender el Evangelio añade su preocupación por todas las iglesias. De hecho, algunas le dieron preocupaciones y disgustos, como sucedió con los de Galacia, que se pasaban a otro evangelio, a lo que se opuso con firme determinación. Como ha hecho notar Benedicto XVI, San Pablo no se sentía unido a las comunidades que fundó de manera fría o burocrática, sino intensa y apasionadamente. Por ejemplo, define a los filipenses hermanos míos queridos y añorados, mi gozo y mi corona. Otras veces compara las diferentes comunidades con una carta de recomendación única: Vosotros sois nuestra carta, escrita en nuestros corazones, conocida y leída por todos los hombres; y les demuestra no sólo un verdadero sentimiento de paternidad sino también de maternidad, como cuando se dirige a sus destinatarios llamándolos hijos míos, por quienes sufro de nuevo dolores de parto, hasta ver a Cristo formado en vosotros [12].
Pedro Beteta. Teólogo y escritor
Nota al pie:
[1] Benedicto XVI, Audiencia general, 22-XI-06
[2] 1 Cor 9,16
[3] 1 Co 15, 9; Ga 1, 13; Flp 3, 6
[4 Benedicto XVI, Audiencia general, 22-XI-06
[5] Hch 17,23-28
[6] Hch 13,32-39
[7] Hch 26,25-29
[8 ] 1 Ts 2,1-4
[9] 1 Ts 2,9-10
[10] 2 Ts 2,7-8
[11] 1 Ts 2,13; 2 Co 11,2-3
[12] Benedicto XVI, Audiencia general 22-XI-2006
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