Necesitamos educamos para aceptar a los demás como son, para comprender
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Suele ocurrir por lo menos eso me parece a mí- que el Señor nos hace llamadas perdidas[*]. Son como un breve timbrazo directo al corazón, en un momento concreto, no solo para hacernos caer en la cuenta de que Él está ahí, sino que a veces las utiliza para hacernos ver algún aspecto de nuestra vida en el que necesitamos insistir o reflexionar.
Pues bien, hace pocos días, mientras leía La aceptación de los demás en el libro La libertad interior de Jacques Philippe, el Señor me hizo una de esas llamadas perdidas.
En dicho capitulo, el autor nos anima a aceptar el sufrimiento que nos causan los demás, como un favor o como un beneficio, ya que cada uno de nosotros, en las circunstancias externas más adversas, dispone en su interior de un espacio de libertad que nadie puede arrebatarle, porque Dios es su fuente y su garantía. Sin este descubrimiento, nos pasaremos la vida agobiados y no llegaremos a gozar nunca de la auténtica felicidad. Por el contrario, si hemos sabido desarrollar dentro de nosotros este espacio interior de libertad, sin duda serán muchas las cosas que nos hagan sufrir, pero ninguna logrará hundirnos ni agobiarnos del todo.
A pesar de ello, nos advierte que no podemos ni debemos permanecer pasivos ante el mal, las injusticias, la verborrea doliente, etc. A veces es necesario salir al paso de aquella persona cuya conducta nos hace sufrir para ayudarle a darse cuenta y corregirse. Otras veces es nuestro deber reaccionar con firmeza contra ciertas situaciones injustas y protegernos -o proteger a los demás- de comportamientos destructivos. Pero siempre quedará cierta parte de sufrimiento que procede de nuestro entorno y que no seremos capaces de evitar ni corregir, sino que habremos de aceptar.
Y es debido a esto, que necesitamos educamos para aceptar a los demás como son, para comprender que su sensibilidad y los valores que los sustentan no son idénticos a los nuestros; para ensanchar y domar nuestro corazón y nuestros pensamientos en consideración hacia ellos. Una tarea complicada que nos obliga a relativizar nuestra inteligencia, a hacernos pequeños y humildes; a saber renunciar a ese «orgullo de tener razón» que tan a menudo nos impide sintonizar con los otros; y esta renuncia, que a veces significa morir a nosotros mismos, cuesta terriblemente.
Pero, tengamos en cuenta que comprender a los demás y perdonar no significa necesariamente avalar el mal, ni dar como bueno lo que no es justo ni verdadero. De eso los padres sabemos mucho.
Perdonar a una persona, como bien dice J. Philippe, significa lo siguiente: a pesar de que esta persona me ha hecho daño, yo no quiero condenarla, ni identificarla con su falta, ni tomarme la justicia por mi mano. Dejo a Dios, el único que escudriña las entrañas y los corazones y juzga con justicia, la misión de examinar sus obras y emir un juicio, pues yo no deseo encargarme de tan difícil y delicada tarea, que sólo corresponde a Dios. Es más, no quiero reducir a quien me ha ofendido a un juicio definitivo e inapelable; sino que lo miro con ojos esperanzados, creo que algo en él puede dar un giro y cambiar, y continúo queriendo su bien. Creo también que del mal que me ha hecho, aunque humanamente parezca irremediable, Dios puede obtener un bien
A fin de cuentas, nosotros sólo podemos perdonar de verdad porque Cristo ha resucitado de entre los muertos, y esta resurrección constituye la garantía de que Dios es capaz de sanar cualquier mal.
Y, para reforzar lo dicho a lo largo del capítulo, el autor concluye: Habrá penas y miserias, pero él (nosotros) no se someterá a nada, ni dependerá de circunstancias afortunadas o desafortunadas, ni existirán para él acontecimientos negativos, sino que todo cuanto sucede en el mundo estará a su servicio y beneficiará a su crecimiento en el amor y en su condición de hijo de Dios. Ni las circunstancias, ni las contingencias buenas o malas, ni el comportamiento de los demás pueden afectarle negativamente: sólo pueden fomentar su verdadero bien, que es amar.
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[*] La expresión llamadas perdidas la leí hace unos años en un artículo de D. Enrique Monasterio. Debo confesar que, desde entonces, suelo utilizarla para referirme a esos pequeños detalles que los hijos pequeños tenemos en el trato con nuestro Padre Dios y con María, nuestra Madre.