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Una de las características más importantes de la Ilustración es el racionalismo. El ideal de la Ilustración es deificar la razón. Con el nombre de Ilustración se conoce la ideología y la cultura elaborada por la burguesía europea en su lucha contra el absolutismo y la nobleza. Podría ser definida, según acabamos de decir, como la culminación del racionalismo renacentista.
La Ilustración es un fenómeno iniciado en Francia, que se fue extendiendo por toda Europa a lo largo del siglo XVII como la postura crítica que adopta la burguesía frente al orden establecido. La Ilustración quiso imponer un modo de vivir como si Dios no existiera. El Papa Benedicto XVI a la vista del destrozo que provoca esta falsa neutralidad sugiere invertir el razonamiento y decir: vivamos como si Dios existiera.
Bastantes de los males que apestan de peste la cultura actual provienen del racionalismo. Lo razonable es no ser racionalista. Poner idolátricamente la razón como un dios en lugar de razonar no es razonable. Lo razonable es creer. Sin creer en alguien el hombre vagaría flotando por el cosmos de la nada hasta extinguirse ignorando la grandeza y la felicidad que le aguarda.
En el campo de la religión, la postura racionalista hizo que apareciese el deísmo: la mayor parte de los ilustrados son deístas, que afirman la existencia de un Dios creador y justo, pero consideran que el hombre no puede entrar en contacto con la divinidad, y por tanto no sabe nada de ella. De acuerdo con esto, los deístas rechazan las religiones reveladas, pero al mismo tiempo practican la tolerancia religiosa, pues si todas las religiones valen lo mismo, todas deben ser permitidas.
Benedicto XVI busca soluciones a este mal endémico que no se acaba de erradicar en el mundo y dice en el tiempo del Iluminismo, los católicos y los protestantes, aunque no compartían la misma fe, pensaban que debían conservar los valores morales comunes, dándoles un fundamento suficiente. Pensaban: debemos hacer que los valores morales sean independientes de las confesiones religiosas, de forma que se mantengan etsi Deus non daretur (como si Dios no existiera). Hoy nos encontramos en una situación opuesta; se ha invertido la situación. Ya no resultan evidentes los valores morales. Sólo resultan evidentes si Dios existe. Por eso, he sugerido que los laicos, los así llamados laicos, deberían reflexionar si para ellos no vale hoy lo contrario: debemos vivir quasi Deus daretur (como si Dios existiera); aunque no tengamos la fuerza para creer, debemos vivir basándonos en esta hipótesis, pues de lo contrario el mundo no funciona. Y, a mi parecer, este sería un primer paso para acercarse a la fe. En muchos contactos veo que, gracias a Dios, aumenta el diálogo al menos con parte del laicismo [1].
Sin duda, el vocablo más utilizado en el siglo XVIII en literatura, filosofía y ciencia, es el de racional. Los intelectuales de éste siglo dieron a su época en nombre de siglo de las luces, el iluminismo, refiriéndose a las luces de la lógica, de la inteligencia, que debía iluminarlo todo. Se da enorme importancia a la razón: el hombre puede comprenderlo todo a través de su inteligencia; sólo es real lo que puede ser entendido por la razón. Aquello que no sea racional debe ser rechazado como falso e inútil. Este racionalismo llevó a la lucha contra las supersticiones, por eso en este siglo termina la denominada caza y quema de brujas.
Es tan lógico como necesario creer. Humanamente para aprender hay que fiarse de quien sabe. ¡Hasta para conocer la identidad de nuestro padre es necesario fiarse de lo que nos dice nuestra madre! Este ejemplo tan fuerte es de Santo Tomás de Aquino. Cierto que la fe humana es, de una parte un saber precario, pero de otra supone confianza recíproca. Una sociedad sin confianza no puede vivir.
En la fe cotidiana hay que distinguir dos aspectos: uno es el carácter de insuficiencia, de la provisionalidad que posee, y del que el hombre procura salir si es posible, y el segundo aspecto es el de una mutua confianza por el que participa o intenta, comprender el mundo que le rodea. Este aspecto en general es esencial para la formación humana. Una sociedad sin confianza no puede vivir. Las palabras de Santo Tomás de Aquino, aunque en otro contexto, valen absolutamente: la incredulidad es esencialmente contraria a la naturaleza del hombre [2].
Tener miedo al concepto de fe es lo más ridículo e irracional que existe y que sólo puede llevar a cabo paradójicamente el ser racional. Entre otras cosas, porque el saber de la fe no es un saber completamente ciego, sino que lo verificamos a diario en la propia existencia cotidiana descubriendo en ello algo realmente beneficioso. Utilizamos el teléfono móvil, el microondas, la televisión, el ordenador, el GPS, etc., y casi seguro que no sabemos cómo funcionan por dentro ni qué leyes físicas siguen. En palabras de Ratzinger: Que la corriente eléctrica funcione correctamente no lo podré demostrar científicamente, pero el funcionamiento diario de mi lámpara en el estudio me demuestra que yo, aunque no sea uno de los que conocen, no obro con una fe totalmente pura, carente de todo tipo de confirmación.
Miremos una conversión que narra el san Marcos cuando Jesús murió. El centurión que estaba al lado viéndolo expirar de aquella forma, dijo: Verdaderamente este hombre era Hijo de Dios. Esto significa que en aquel momento el centurión romano tuvo una intuición lúcida de la realidad de Cristo, una percepción inicial de la verdad fundamental de la fe. El centurión había escuchado los improperios e insultos que habían dirigido a Jesús sus adversarios y, en particular, las mofas sobre el título de Hijo de Dios reivindicado por aquel que ahora no podía descender de la cruz ni hacer nada para salvarse a sí mismo.
Mirando al Crucificado, quizá ya durante la agonía pero de modo más intenso y penetrante en el momento de su muerte, y quizá, quién sabe, encontrándose con su mirada, capta que Jesús tiene razón. Si, Jesús, ciertamente, es un hombre, y de hecho muere pero en Él hay algo más que un hombre; es un hombre que verdaderamente, como Él mismo dijo, es Hijo de Dios. Ese modo de sufrir y morir, ese poner el espíritu en manos del Padre, esa inmolación evidente por una causa suprema a la que ha dedicado toda su vida, ejercen un poder misterioso sobre aquel soldado, que quizá ha llegado al Calvario tras una larga peripecia militar y espiritual, que puede representar a cualquier pagano que busca sinceramente la Verdad.
Mientras los discípulos de Jesús están desconcertados y turbados en su fe, el centurión, en cambio, precisamente en esa hora inaugura la serie de paganos que, muy pronto, pedirán ser admitidos entre los discípulos de aquel Hombre en el que, especialmente después de su resurrección, reconocerán al Hijo de Dios, como lo testificar los Hechos de los Apóstoles. El centurión del Calvario no espera la resurrección: le bastan aquella muerte, aquellas palabras y aquella mirada del moribundo, para llegar a pronunciar su acto de fe. ¿Cómo no ver en esto el fruto de un impulso de la gracia divina, obtenido con su sacrificio por Cristo Salvador a aquel centurión? Su sabiduría le llega por la humildad.
En qué consiste la humildad que exige la sabiduría: en el esfuerzo, en la paciente escucha, en la disposición a rectificar ante nuevos descubrimientos. La verdad sólo se muestra al corazón vigilante y humilde. Si es verdad que los grandes resultados de la ciencia se abren únicamente al trabajo intenso, vigilante y paciente, siempre preparado a una corrección y a un aprendizaje, entonces se comprenderá que las verdades más dignas exigen una gran constancia y humildad en la escucha. El centurión está abierto a la verdad y por eso está a la escucha.
El centurión, por su parte, no ha dejado de poner la condición más indispensable para recibir la gracia de la fe: la objetividad, que es la primera forma de lealtad. Él ha mirado, ha visto, ha cedido ante la realidad de los hechos y por eso se le ha concedido creer. No ha hecho cálculos sobre las ventajas de estar de parte del sanedrín, ni se ha dejado intimidar por él, como Pilatos; ha mirado a las personas y a las cosas y ha asistido como testigo imparcial a la muerte de Jesús. Su alma en esto estaba limpia y bien dispuesta. Por eso le ha impresionado la fuerza de la verdad y ha creído. No dudó en proclamar que aquel hombre era Hijo de Dios. Era el primer signo de la redención ya acaecida [3].
La dignidad de la verdad, y por tanto el acceso a la verdadera grandeza del hombre, se abre únicamente ante la percepción humilde, que no se desanima ante negativa alguna, ni se desvía por los aplausos o por las contradicciones, ni siquiera por los deseos y los asuntos del propio corazón. Esta apertura hacia el Infinito, hacia el Dios infinito, no tiene nada que ver con la credulidad; exige por el contrario la autocrítica más consciente. Es mucho más abierta y crítica que la misma limitación del empírico, cuando el hombre hace de su voluntad de dominio el último criterio del conocimiento.
De manera análoga a cómo en el conocimiento empírico comenzamos con un poco de fe en los testimonios de los científicos, en el ámbito de las cuestiones más decisivas de la existencia humana es necesario esta disponibilidad para escuchar a los grandes testigos de la verdad, los testigos de Dios: los santos. Ayuda mucho la meditación de la Lectio divina, el Evangelio, para observar reacciones como la del centurión. El acto de fe es una radical apertura a la verdad aunque acompañe romper drásticamente con nuestro subjetivismo. Esa apertura a la verdad si es la Verdad, no solamente rompe con el subjetivismo sino que puede llegar incluso a identificarse con el sujeto como describe San Pablo cuando dice: Ya no vivo yo, vive en mí Cristo [4].
Pedro Beteta. Doctor en Teología y en Bioquímica
Notas al pie:
[1] Benedicto XVI, Discurso a los sacerdotes de la diócesis de Aosta, 25-VII-2005.
[2] S. Theol. II-II q. 10, a. l ad 1
[3] Cfr. Juan Pablo II, Audiencia general, 14-XII-1988
[4] Ga 2,20
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