Ignacio Palma tiene 31 años. Aficionado a la escalada y al fútbol, fue jugador de rugby del Club Newman hasta los 19 años. Recibió la ordenación sacerdotal el pasado 24 de mayo
VIDEO: Vídeo de las ordenaciones en Roma
El P. Ignacio Palma tiene 31 años y estudió en el colegio Cardenal Newman de los Christian Brothers hasta los 14, y luego terminó el secundario en Los Molinos. Es Analista en Sistemas por la Universidad Tecnológica Nacional (UTN) y Licenciado en Filosofía por la Pontificia Universidad de la Santa Cruz, en Roma. Aficionado a la escalada y al fútbol, fue jugador de rugby del Club Newman hasta los 19 años. En esta entrevista describe sus impresiones luego de la ordenación sacerdotal, el pasado 24 de mayo, recibida por manos del Obispo Prelado del Opus Dei, Mons. Javier Echevarría.
¿Qué significa para usted ser sacerdote?
San Josemaría se formulaba esta misma pregunta con otras palabras. «¿Cuál es la identidad del sacerdote?» Y respondía sin vacilar: «La de Cristo». Para mí ser sacerdote es ser Cristo presente entre los hombres. En primer lugar, y en manera eminente, esto se realiza cuando el sacerdote administra los sacramentos. Sin embargo, la presencia de Cristo entre los hombres a través del sacerdote no se limita a la administración de los sacramentos. El sacerdote debe ser Cristo a lo largo de todo su día. Por eso me pregunto y le pregunto muchas veces al día: ¿Qué haría Jesús en este caso concreto? ¿Qué le diría a quien yo ahora tengo delante? ¿Con qué cariño trataría a esta o aquella persona? En definitiva, el sacerdote tiene que conformarse a Cristo de tal manera que los demás puedan sentirse delante de Jesús cuando acuden al sacerdote.
Considerando su afición a los deportes, ¿qué lugar tiene Jesucristo en ese ámbito de la vida tan relevante en la actualidad?
A veces tendemos a pensar que Cristo no tiene cabida en ciertos momentos de nuestro día y, curiosamente, identificamos esos momentos con aquellos que dedicamos a divertirnos o a descansar. No me resulta difícil imaginarme a Jesús joven, con sus quince o dieciséis años, jugando al fútbol con sus amigos de Nazareth, o divirtiéndose con algún deporte típico de su época.
El deporte como todas las realidades nobles de nuestra vida puede ser ocasión de encuentro personal con Jesús. Jesús se divierte con nosotros al vernos hacer deporte. Él disfruta cuando contempla nuestro descanso y nuestra diversión, y quiere que lo dejemos estar con nosotros durante esos momentos. ¿Cómo? Dirigiéndonos a Él mentalmente, de vez en cuando, para agradecerle la ocasión que nos ofrece, o para ofrecerle una gambeta bien hecha. Y como sabemos que Él nos acompaña durante esos momentos, nos esforzamos por comportarnos de un modo tal que le agrade.
Por otro lado, es sabido que el deporte es una escuela de virtudes. Me acuerdo una vez en que estábamos con mi papá y mis hermanos escalando una montaña de cierta dificultad. Entonces papá nos contó de una de sus escaladas más complicadas. ¡Daba miedo! Por eso se me ocurrió preguntarle: ¿Vos no tenés miedo cuando escalás? A lo que me respondió: ¿Miedo? ¡Sí, mucho! Los buenos escaladores no son los que no tienen miedo, sino los que saben dominarlo. Se me quedó profundamente grabada su respuesta. Fue una lección que me resultó muy útil para varios momentos de mi vida.
¿Cómo comenzó en su vida la devoción a San Josemaría?
Para decir la verdad no recuerdo la primera vez que me dirigí a él. Mis padres no son del Opus Dei, aunque eran devotos de San Josemaría. Por eso en casa había libros y estampas de san Josemaría. Mis hermanas iban por un centro de la Obra. Ellas me fueron enseñando y poco a poco empecé a rezar, entre otras cosas, estampas a San Josemaría. Un día un hermano mío me invitó a ir a una charla que daba un sacerdote y le dije que sí. Era un sábado a la tarde. Ahí aprendí, entre otras cosas, a tratar a San Josemaría no sólo rezando estampas, sino también pidiéndole pequeños favores a lo largo del día. Me acuerdo, por ejemplo, que solía pedirle que llegara pronto el colectivo cuando estaba especialmente apurado.
¿Qué mensaje quiere comunicar a los jóvenes y las jóvenes que están planteándose seguir a Cristo con mayor generosidad?
¡Que vale la pena! Me emociona mirar hacia atrás en mi vida y comprobar una vez más que el Señor no se deja ganar en generosidad. Es cierto que la dedicación total a Cristo comporta sacrificio, renuncia, olvido de sí; pero el Señor responde a nuestra generosidad de manera inefable. No niego que haya habido momentos de mi vida que me resultaron más gravosos, o especialmente duros. Cuando le dije que sí a Dios, no sabía exactamente lo que me esperaba, aunque sabía lo suficiente como para poder tomar una decisión libre y responsable. ¿Me arrepiento de lo que hice? En absoluto. Ya en esta tierra Dios vuelca todo su cariño sobre quienes se esfuerzan por entregarle todo a Él, lo que llena a uno de alegría. ¿Y esa alegría se siente? A veces sí; pero generalmente se trata de una alegría mucho más honda, que consiste en la profunda convicción de que uno no cambiaría su vida por nada en el mundo. De modo que mi mensaje es éste: si te toca la enorme suerte de que Dios te elija, no te dejes dominar por el miedo que pueda causar el firmar un cheque en blanco.
Si ya estaba entregado a Dios de manera total, siendo numerario del Opus Dei, ¿por qué se ordenó sacerdote?
Hay una razón que es muy simple y, sin embargo, la más decisiva: porque Dios me lo pidió. Algo parecido me ocurrió cuando estaba considerando la posibilidad de entregarme a Dios como numerario del Opus Dei. Yo buscaba descubrir si eso era lo que Dios quería de mí, porque de ser así ¿cómo decirle que no a Dios? Pero más allá de esta razón fundamental, está aquello que san Josemaría llamaba el muro sacramental. Los laicos tienen un papel fundamental en la construcción de la Iglesia, pero llega un momento en el cual se topan con la necesidad de acudir a un sacerdote que pueda impartir los sacramentos: celebrar la Santa Misa, confesar, administrar la Unción de los Enfermos. Los laicos son quienes principalmente están llamados a desarrollar un apostolado fecundo en medio del mundo. Este apostolado consiste en poner a sus amigos, compañeros de trabajo, colegas, frente a Cristo. Y Cristo quiso hacerse especialmente presente a los hombres a través de sus sacerdotes. Por eso la necesidad siempre creciente de vocaciones sacerdotales en la Iglesia.
¿Qué recuerdos se lleva de sus años cerca del Papa, en Roma?
Por gracia del Cielo me tocó vivir unos años históricos junto al Papa. Durante mi estancia en la Ciudad Eterna falleció Juan Pablo II. Fueron unos días inolvidables y, al mismo tiempo, muy duros. Para mí, Juan Pablo II era el Papa. Había sido elegido cuando yo tenía apenas dos años, por lo que yo no conocía otro Papa. Él era, para mí, el hombre de blanco.
Cuando llegué a Roma, una de las primeras cosas que me dijo mi director espiritual fue que durante mis años romanos mirara al Papa. Procuré seguir su consejo que me fue de gran provecho. Llevaba poco tiempo en Roma cuando asistí a la beatificación de la Madre Teresa. Fue el primer encuentro con el Papa, al cual siguieron unos cuantos más. Recuerdo con especial claridad una audiencia con el Santo Padre en la que tuve la oportunidad de saludarlo personalmente. ¡Creí tocar el Cielo con las manos!
En fin, son infinitos los recuerdos que tengo de Juan Pablo II y me alargaría demasiado en contarlos todos. Pienso que hay uno que resume lo que aprendí mirando al Papa. Fue cuando lo vi aparecer por la ventana de su despacho después de la Misa del domingo de Resurrección de 2005. Él no había podido celebrar la Santa Misa por su estado de salud, pero quiso asomarse a la ventana para dar la bendición Urbi et Orbi. Tenía la cara marcada por el dolor y de su bendición sólo se pudo escuchar el amén final. Fue la última vez que lo vi en vida. Esa escena como toda su vida fue para mí una auténtica escuela de servicio a los demás, de entrega abnegada, con un completo olvido de sí mismo. Ayuda mucho pensar en ese día cuando algo se hace un poco más cuesta arriba.
Y después llegó Benedicto XVI. ¿Otro estilo, otra personalidad, otro modo de ser? No lo sé. El mismo cariño y entrega a los demás.
¿Cómo ha reaccionado su familia y qué diría a los padres cuyos hijos se plantean una entrega a Dios?
Lo mejor sería preguntárselo a ellos. Yo sólo podría dar una visión parcial de lo que pensaron cuando les dije que me haría sacerdote. Como es lógico se inquietaron. Quizá no se lo esperaban, quizá sí. La cosa es que los agarró de sorpresa y al principio se quedaron un poco perplejos. Me acuerdo la reacción de mamá apenas le dije. Empezó a preguntar cosas absolutamente secundarias, que no venían al caso en ese momento. Pienso que fue un modo inconsciente de tomarse unos segundos para procesar la noticia que acababa de recibir. Pero cuando me vieron seguros en mi decisión, se tranquilizaron. Más adelante tuvimos tiempo para hablar con más calma y me fueron preguntando las cosas que les inquietaban. Varías veces me repitieron que están muy contentos y así los veo; pero insisto en que habría que preguntarles a ellos.
A los padres que se encuentran en una situación análoga les diría, en primer lugar, gracias. Como decía san Josemaría, los hijos les debemos el 90% de la vocación a nuestros padres. Y no es exagerado decir eso, si se tiene en cuenta que de ellos lo recibimos todo, empezando por la vida. Después, que sepan acompañar a sus hijos en esos momentos respetando siempre su libertad. Entiendo que no es fácil para los padres. La entrega que el hijo hace de sí mismo a Dios es también entrega de los padres y eso generalmente cuesta. Pero así como Dios se vuelca con el hijo que se entrega, así también se da a los padres que entregan a su hijo, colmándolos de alegría. Una alegría que consiste principalmente en ver la alegría del hijo.
¿Cómo piensa comunicar a los demás la alegría, la novedad y la fuerza del mensaje cristiano?
Es una pregunta difícil de contestar. Ante todo con los medios sobrenaturales. Lo principal y más importante que un sacerdote tiene que hacer en su día es celebrar la santa Misa y allí dejar en manos del Señor todas las personas que uno trata a lo largo del día, con sus preocupaciones, sus problemas, sus alegrías. Es importante no olvidar que uno es un simple instrumento de Cristo. Es Él quien lo hace todo. Después, preguntando a los sacerdotes mayores. Ellos tienen experiencia y sabrán darme buenos consejos.
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