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En el artículo anterior dedicado a San Pablo con motivo del jubileo bimilenario que se inaugurará el día 28 de junio tratamos de su infancia, adolescencia, educación, familia, conversión y radicalidad cristiana y teocéntrica. En esta ocasión, y siempre al hilo de las catequesis paulinas de Benedicto XVI, sin afán de ser exhaustivos, afrontamos con otras pinceladas algunos aspectos de su vocación y de su doctrina.
Toda llamada divina exige una conversión profunda. Por ello, cuando Jesús se le reveló a San Pablo como el Mesías, el Ungido, el Cristo glorificado, no tuvo más remedio ¡fue siempre tan coherente con la verdad!, que cambiar radicalmente de manera de pensar. Su fervor fariseo le ayudó. No fue San Pablo jamás merecedor de los reproches que el Señor hizo a los hipócritas fariseos con los que se encontró a su paso por la tierra. Hay que ser muy humilde para ser veraz, de ahí que si antes Saulo consideraba que el camino para llegar a Dios era la Ley, ahora se convence de que la Ley no sirve, puesto que Jesús, el Hijo de Dios, había sido condenado según esa Ley. Y Aquél que fue hecho maldito para la Ley la ha abolido mediante una nueva Ley: la del Amor. En su encuentro con Cristo en el camino de Damasco, San Pablo adquiere una nueva visión de los planes de Dios que configurará su pensamiento y su conducta a partir de entonces.
Benedicto XVI explica y aplica la actitud de Pablo a nuestra vida: Por tanto, la vida de Pablo, como la nuestra, recibe una nueva orientación: no consiste en mirar hacia uno mismo, al propio estatus o a las propias obras, sino hacia Cristo: La vida, que vivo al presente en la carne, la vivo en la fe del Hijo de Dios, que me amó y se entregó a sí mismo por mí. Así pues, san Pablo ya no vive para sí mismo, para su propia justicia. Vive de Cristo y con Cristo: dándose a sí mismo; ya no buscándose y construyéndose a sí mismo. Esta es la nueva justicia, la nueva orientación que nos da el Señor, que nos da la fe. Ante la cruz de Cristo, expresión máxima de su entrega, ya nadie puede gloriarse de sí mismo, de su propia justicia, conseguida por sí mismo y para sí mismo. En otro pasaje, san Pablo, haciéndose eco del profeta Jeremías, aclara su pensamiento: El que se gloríe, gloríese en el Señor; o también: En cuanto a mí ¡Dios me libre de gloriarme si no es en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, por la cual el mundo es para mí un crucificado y yo un crucificado para el mundo!.
Bien lejos está la conciencia de la llamada y de la decisión irrevocable de corresponder plenamente a ella, la falsa idea de no encontrar dificultades exteriores ni interiores para llevarla a cabo. El Apóstol siguió experimentando en su ser las limitaciones personales y el peso del pecado con el que tuvo que luchar siempre. Con humildad y aceptando la negativa divina de antemano, puesto que los caminos de Dios para hacernos santos son inescrutables, escuchamos el lamento que se escapa de su alma: Porque sé que en mí, es decir, en mi carne, no habita el bien; pues querer el bien está a mi alcance, pero ponerlo por obra no. Porque no hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero. Y si yo hago lo que no quiero, no soy yo quien lo realiza, sino el pecado que habita en mí. Así pues, al querer yo hacer el bien encuentro esta ley: que el mal está en mí; pues me complazco en la ley de Dios según el hombre interior, pero veo otra ley en mis miembros que lucha contra la ley de mi espíritu y me esclaviza bajo la ley del pecado que está en mis miembros. ¡Infeliz de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo de muerte...?.
Las propias limitaciones no impiden ni frenan su afán apostólico, y San Pablo se entrega sin condiciones a la expansión del cristianismo. Va de un sitio para otro, allá donde es más necesario en cada momento para la difusión del mensaje cristiano, y se adapta a todas las circunstancias y mentalidades. Inmediatamente después de su encuentro con Cristo, se dirigió a los judíos de Damasco y, cuando fue a Jerusalén, predicó a los helenistas, es decir, a los judíos de origen no palestino y de cultura griega. Sólo más tarde tuvo lugar en Antioquía de Siria su primer contacto con los gentiles, cuando ayudó a Bernabé en su obra evangelizadora.
Después, cuando el Espíritu Santo lo designó, junto con Bernabé, para una misión especial, fue a Chipre y comenzó a predicar en las sinagogas de Salamina. Lo mismo hizo en compañía de Bernabé en Antioquía de Pisidia, e igual conducta empezar por la predicación en la sinagoga mantuvo en Iconio, en Filipos, Tesalónica, Berea, Corinto, Éfeso y Roma. Sus correrías apostólicas estuvieron plagadas de dificultades: En mis repetidos viajes sufrí peligros de ríos, peligros de ladrones, peligros de los de mi raza, peligros de los gentiles, peligros en ciudad, peligros en despoblado, peligros en el mar, peligros entre falsos hermanos; trabajos y fatigas, frecuentes vigilias, con hambre y sed, con frecuentes ayunos, con frío y desnudez. Y además de otras cosas, mi responsabilidad diaria: el desvelo por todas las iglesias. ¿Quién desfallece sin que yo desfallezca? ¿Quién tiene un tropiezo sin que yo me abrase de dolor?.
Ante esto se pregunta el Santo Padre. ¿Cómo no admirar a un hombre así? ¿Cómo no dar gracias al Señor por habernos dado un apóstol de esta talla? Está claro que no hubiera podido afrontar situaciones tan difíciles, y a veces tan desesperadas, si no hubiera tenido una razón de valor absoluto ante la que no podía haber límites. Para Pablo, esta razón, lo sabemos, es Jesucristo, de quien escribe: El amor de Cristo nos apremia murió por todos, para que ya no vivan para sí los que viven, sino para aquel que murió y resucitó por ellos,por nosotros, por todos.
Como fruto de esa correspondencia continuada, al final de su vida, no tiene miedo a la muerte ni al juicio, sino una gran confianza y serenidad, porque sabe de quién se ha fiado: He peleado el noble combate, he alcanzado la meta, he guardado la fe. Por lo demás, me está reservada la merecida corona que el Señor, el Justo Juez, me entregará aquel día; y no sólo a mí, sino también a todos los que han deseado con amor su venida. De hecho, el Apóstol ofrecerá su testimonio supremo bajo el emperador Nerón en Roma; su martirio tuvo lugar entre los años 64 y 67.
El Papa, inspirándose en el pensamiento y en el ejemplo de San Pablo, concreta cómo aplicarlo a nuestra vida cotidiana: Primero: la fe debe mantenernos en una actitud constante de humildad ante Dios, más aún, de adoración y alabanza en relación con él. En efecto, lo que somos como cristianos se lo debemos sólo a él y a su gracia. Segundo: dado que nada ni nadie puede tomar su lugar, es necesario que a nada ni nadie rindamos el homenaje que le rendimos a él. Ningún ídolo debe contaminar nuestro universo espiritual; de lo contrario, en vez de gozar de la libertad alcanzada, volveremos a caer en una forma de esclavitud humillante. Tercero: nuestra radical pertenencia a Cristo y el hecho de que estamos en él tiene que infundirnos una actitud de total confianza y de inmensa alegría. En definitiva, debemos exclamar con san Pablo: Si Dios está por nosotros, ¿quién estará contra nosotros? Y la respuesta es que nada ni nadie podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús, Señor nuestro. Por tanto, nuestra vida cristiana se apoya en la roca más estable y segura que pueda imaginarse. De ella sacamos toda nuestra energía, como escribe precisamente el Apóstol: Todo lo puedo en Aquel que me conforta.
Siguiendo las catequesis de Benedicto XVI sobre san Pablo llegamos a la tercera que lleva como título: Pablo, el Espíritu en nuestros corazones. En el mismo título, se ve ya que el Papa no va a centrarse en la dimensión misionera del Espíritu Santo tal como se refleja en los Hechos de los Apóstoles, sino que mirando a san Pablo, va a ilustrar cómo éste reflexiona sobre el Espíritu mostrando su influjo no solamente sobre el actuar del cristiano sino también sobre su ser. En efecto, dice que el Espíritu de Dios habita en nosotros y que Dios ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo por el que podemos llamarnos; es decir, ¡somos realmente!, hijos de Dios.
Dios Padre ha enviado el Espíritu de su Hijo para que podamos ser hijos en el Hijo y ser introducidos y vivir dentro de la intimidad de la Trinidad. Esto es un misterio que nos sobrepasa pero cierto, verdadero, que para san Pablo el Espíritu nos penetra hasta lo más profundo de nuestro ser. A este propósito escribe estas importantes palabras: La ley del Espíritu que da la vida en Cristo Jesús te liberó de la ley del pecado y de la muerte. (...) Pues no recibisteis un espíritu de esclavos para recaer en el temor; antes bien, recibisteis un espíritu de hijos adoptivos que nos hace exclamar: ¡Abbá, Padre! , dado que somos hijos, podemos llamar Padre a Dios.
La santidad es seguir creciendo en nuestra filiación adoptiva. Al ser ésta participación de la Filiación del Hijo admite gradualidad, crecimiento y merma también. Se parte de la dimensión objetiva, del no ser al ser hay un salto infinito que se da mediante el Sacramento del Bautismo, por él somos hechos hijos de Dios, injertados en Cristo por el Espíritu que se nos entrega. Pero este don reclama la tarea de crecer como hijos de Dios: tener mayor conciencia de nuestra dignidad y vivir como hijos de Dios. Esto tiene lugar mediante la oración, la frecuencia de Sacramentos, la docilidad al Espíritu Santo.
Esta presencia del Espíritu Santo en nuestros corazones nos permite dirigir a Dios una oración filial: San Pablo nos enseña ( ) que no puede haber auténtica oración sin la presencia del Espíritu en nosotros. En efecto, escribe: El Espíritu viene en ayuda de nuestra flaqueza. Pues nosotros no sabemos cómo pedir para orar como conviene ¡realmente no sabemos hablar con Dios!; mas el Espíritu mismo intercede continuamente por nosotros con gemidos inefables, y el que escruta los corazones conoce cuál es la aspiración del Espíritu, y que su intercesión a favor de los santos es según Dios.
Por último, el Espíritu, según san Pablo, es una prenda generosa que el mismo Dios nos ha dado como anticipación y al mismo tiempo como garantía de nuestra herencia futura. Aprendamos así de san Pablo que la acción del Espíritu orienta nuestra vida hacia los grandes valores del amor, la alegría, la comunión y la esperanza. Debemos hacer cada día esta experiencia, secundando las mociones interiores del Espíritu; en el discernimiento contamos con la guía iluminadora del Apóstol.
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