«
los cimientos falsos tarde o temprano se resquebrajan; y entonces asoma el egoísmo descarnado, que en esta fase democrática de la Historia se traduce en euroescepticismo»
ABC
Andan los europeístas mohínos con el resultado de ese referéndum irlandés; pero, a la vez que lloran por las esquinas, andan ya maquinando planes alternativos que les permitan «seguir construyendo Europa». Los encontrarán, sin duda; no uno ni dos, sino cincuenta, y hasta cincuenta mil, pero todos ellos se revelarán igualmente infructuosos, pues -como nos recuerda el salmista- «si el Señor no construye la casa, en vano trabajan los albañiles». Y, como la Unión Europea es una casa sostenida sobre cimientos de arena, todos los tratados y ratificaciones que los europeístas se saquen del magín serán a la postre aspavientos desesperados.
Nuestra época ha dado en la demencia de querer levantar, mediante la acción de la mera política, un Paraíso en la tierra; y la construcción de la Unión Europea correrá el mismo destino que en su día corrió la torre de Babel, que es el fin que corresponde a todo proyecto de fraternidad universal que prescinde de una paternidad común.
A los albañiles de la casa europea les subleva que Irlanda, al parecer el país más beneficiado en el reparto de ayudas y subvenciones comunitarias, muestre ahora -cuando su crecimiento económico es el mayor de la Unión Europea- su egoísmo de modo tan descarnado. Olvidan que el egoísmo es un atavismo que subsiste en todas las naciones; y es fruto de la desconfianza natural que todo hombre profesa a su vecino, en quien ve un enemigo.
Contra este atavismo se alzó, allá en el Sermón de la Montaña, el precepto del «amor al enemigo», que sólo se puede cumplir con ayuda sobrenatural, según nos recuerda el gran Leonardo Castellani en un sermón sobre la parábola del Buen Samaritano que acabo de escuchar en internet.
Los judíos eran enemigos encarnizados de los samaritanos; pero el samaritano de la parábola socorre al judío que ha sido desvalijado y malamente herido por unos ladrones porque lo asiste una fuerza sobrehumana que viene del cielo. A las naciones les ocurre como a judíos y samaritanos: son enemigas por naturaleza; y, mientras lo sobrenatural no interviene, su amistad se sostiene sobre cimientos falsos: búsqueda del interés recíproco, componenda política, etcétera.
Pero los cimientos falsos tarde o temprano (más temprano que tarde) se resquebrajan; y entonces asoma el egoísmo descarnado, que en esta fase democrática de la Historia se traduce en «euroescepticismo».
A las naciones sólo las puede mantener unidas la amistad, esto es, el amor; pero el amor es justamente lo contrario del contubernio político y del toma y daca de favores económicos, que es la bazofia utilitaria sobre la que se sostiene la Unión Europea. El amor a las naciones vecinas es a la postre amor al extranjero, amor al bárbaro, amor al enemigo; forma extrema de amor que no se puede alcanzar mediante el mero concurso de fuerzas humanas.
Los albañiles de la Unión Europea podrán seguir urdiendo remedios que dilaten el derrumbamiento; pero mientras el Señor no construya la casa, seguirán trabajando en vano.
Los fundadores de aquel sueño de fraternidad europea -Monnet, Schuman, Adenauer, De Gasperi- que hoy ha degenerado en la Europa de los mercaderes y los burócratas eran cristianos convencidos; y sabían, como Bergson, que sólo la religión puede trasponer las fronteras y actuar de amalgama entre los pueblos.
Sabían, en fin, que no hay fraternidad posible entre las naciones sin el reconocimiento de una paternidad común; cuando el reconocimiento de esa paternidad común decae, las naciones se embarullan y enviscan unas contra otras, porque la fraternidad se reduce a un «amor por interés».
Aquel sueño fundacional ha degenerado hoy en una construcción artificiosa que, como el escorpión acorralado, se inocula el veneno del suicidio, renegando de su aliento cristiano. Así, en el suicidio, concluyen todos los intentos que en el mundo han sido por edificar el Paraíso en la tierra. Pues a los hombres que edifican sobre el vacío, el vacío acaba engulléndolos en su seno. Podrán dilatar su fin diez o cien años; pero todos sus afanes por dilatarlo no son sino «verduras de las eras», que diría Jorge Manrique.