Intervención del arzobispo Jean-Louis Bruguès
ZENIT.org
Así como los magos se dejaban conducir por una estrella en el camino a Belén, el hombre necesita guía durante su peregrinaje en la tierra, señala el arzobispo Jean-Louis Bruguès, secretario de la Congregación para la Educación Católica, en un artículo publicado en el número 50 de Revista Humanitas de la Pontificia Universidad Católica de Chile (www.humanitas.cl), que lleva por título "La Iglesia y la educación de la conciencia".
La reflexión de Monseñor Bruguès comienza por hacer referencia a la Gaudium et Spes: "En lo más profundo de su conciencia descubre el hombre la existencia de una ley que él no se dicta a sí mismo, pero a la cual debe obedecer, y cuya voz resuena, cuando es necesario, en los oídos de su corazón, (...) el hombre tiene una ley escrita por Dios en su corazón, en cuya obediencia consiste la dignidad humana y por la cual será juzgado personalmente".
Sin embargo, argumenta el autor, la modernidad ha convertido a la conciencia en la imagen misma de la subjetividad. "Comprendemos entonces las dificultades del momento. Tanto la moral cristiana como la ética secular hablan de la conciencia. Ambas tienen una concepción sumamente elevada de la misma y afirman al unísono que representa la última instancia del juicio moral. Con todo, las éticas seculares de nuestra época, combinando subjetividad y creacionismo, desembocan en lo que podríamos llamar una concepción cerrada de la conciencia, que constituye así una roca de bronce contra la cual tropiezan, sin lograr alterarla, la ley moral objetiva, las convicciones del grupo y la simple palabra del prójimo", observa.
Es por esta razón que el secretario de la Congregación para la Educación Católica advierte que "toda la dificultad reside en lo siguiente: la conciencia necesita ser educada, ya que es vulnerable a la fragilidad del sujeto y su inclinación al mal, y no puede ser educada sino por la palabra del Otro; pero es un santuario y por tanto, por este motivo, se pone a cubierto de las intervenciones intempestivas de los demás. Educar, sí, pero en un santuario".
En este sentido, la interpretación cristiana de la conciencia se inspira en una visión "abierta": "Ciertamente, la ley divina siempre inspira el juicio del sujeto en forma individual y personalizada; pero el prójimo en general y la Iglesia en particular, también ellos penetrados por esta misma ley, aportan a este juicio una información inédita y necesaria que le otorga más claridad y certeza. La Iglesia y su Magisterio no se sitúan por encima de la conciencia personal, sino al servicio de la misma. Ésta correría grandes riesgos si no se dejase formar por una palabra que, aun cuando no sea más elevada, le resulta con todo, a modo de pedagogía, indispensable".
No obstante, a causa de su debilidad propia y de las secuelas del pecado, señala el autor, es indispensable para la conciencia estar escuchando la palabra de los demás. Varias personas o grupos concurren a la formación de la conciencia individual, pero sin duda el primer formador de la conciencia es el Espíritu Santo.
La persona misma también participa por cierto en esta tarea formadora, y a ella es a quien "le corresponde efectivamente proporcionar a la conciencia toda la información que necesita para pronunciarse, vigilar su modo de funcionamiento, como en el examen de conciencia, paliar sus insuficiencias, y en los casos más graves someterla a una terapia adecuada", explica.
En lo que se refiere a los "formadores de antecedentes", el autor recuerda que los primeros y más importantes son los padres, "los primeros testigos del bien y por consiguiente de Dios para los hijos".
Monseñor Bruguès explica que el hermano en la fe no tendrá derecho a penetrar en la conciencia de su prójimo sin haber recibido un mandato para ello. En este sentido, el Magisterio de la Iglesia "permanece siempre sobre el umbral del santuario y espera de la conciencia que ésta se abra libremente a ella. Aun cuando la verdad expresada es superior a la conciencia, la Iglesia procede como pedagoga y no como juez de los corazones, actuando como madre y no como madrastra. Permanece a la altura de la conciencia y a su servicio".
En el artículo aparecido en el último número de Revista Humanitas, el autor recuerda que "los mártires han sido los grandes testigos de la conciencia. Desde los primeros cristianos, que no aceptaban renegar de su fe, hasta los mártires de nuestra época, que se alzaron contra los totalitarismos de todo tipo, pasando por Tomás Moro, quien, después de muchas vacilaciones prefirió obedecer a su conciencia antes que al soberano, al cual sin embargo había jurado fidelidad, o por los sacerdotes refractarios de la Revolución Francesa, que por motivos de conciencia denunciaron la tentativa política de una Iglesia nacional separada de Roma, todos dieron testimonio de los combates de luz. Siguieron la voz de la verdad hasta el final. Derramando su sangre, confesaron la verdad del hombre y la verdad de Dios".