La libertad presupone que las decisiones fundamentales de cada generación tienen, en ella, un nuevo inicio
El Pueblo de Albacete
Cuando uno se pregunta, tan legítimamente, por la existencia de vida inteligente extraterrestre, quizás sea porque tiene el anhelo de que, por lo menos en la inmensidad del cosmos inconmensurable, exista algo tan esperanzador, tan utópico y tan poco corriente como la inteligencia. Quizás en algún remoto planeta, desconocido y -por lo que creemos saber- prácticamente infinitamente alejado de nosotros. Y tal vez, precisamente por su inteligencia, no ha manifestado excesivo interés en mostrarnos de modo ostentoso e indubitable su existencia.
Es el razonamiento con que un experimentado obispo norteamericano, al que le preguntaron por la posibilidad de que el concilio Vaticano II realizase alguna declaración sobre la existencia de extraterrestres en lejanísimas galaxias, respondió: Me conformaría con que existiera vida inteligente en mi propia diócesis.
Naturalmente, no se debe tomar al pie de la letra el ejemplo de socarronería curial. Otro ejemplo: el atenuante de ser mujer, o el agravante de ser varón. Por fin la verdadera igualdad: una igualdad que palmariamente muestra no serlo. Dicho de otro modo: para que haya igualdad es necesario evitarla. Un modelo sociológico interesante que siete votos contra cinco- demuestra la veterana verdad del dicho del cristal con que se mira.
Cuando, en la encíclica Spe Salvi, Bendicto XVI insiste en que el bienestar moral del mundo nunca puede garantizarse solamente a través de estructuras -por mencionar algunas: instituciones políticas, sanitarias, bancarias, de tiempo libre, futbolísticas, familiares o eclesiásticas-, no está insinuando que no sean necesarias.
Simplemente nos recuerda que no pueden dejar a un lado la libertad del hombre y de la mujer. Incluso las mejores estructuras funcionan solamente cuando en las mentes de los hombres -y no simplemente en su fantasía- anidan convicciones vivas, capaces de motivar una adhesión libre inteligente, no meramente inercial, no simplemente mimética, no pura debilidad mental o pensamiento epidérmico.
Pero las convicciones no existen por sí mismas: hay que conquistarlas siempre de nuevo. Cada generación debe hacerlo, o convertirse en plancton destinado a ser pacíficamente devorado por la ballena del politburó de turno. Dicho sea de paso, es una tentación habitual del avispado político que -sabedor de que su posesión del cargo es poco menos que casual- diseñará un programa de referentes doctrinarios que permitan contribuir -discretamente y con suma timidez, si es de derechas, y a bombo y platillo y rompe y rasga si es de izquierdas-, a la homogeneización de las mentes, a beneficio del inventario propio.
Les gustaría que existiera una superestructura universal que obligara a todos a hacer el bien. Pero el auténtico bien solamente se puede hacer libremente. De ahí la tremenda importancia que reviste la educación de las nuevas generaciones, de los jóvenes. No estoy hablando de algunas de las simplezas de la Educación para la Ciudadanía, pues hay muchas cosas que van más allá del mero ser buenos ciudadanos, buenos pueblerinos, buenos aldeanos.
La libertad presupone que las decisiones fundamentales de cada generación tienen, en ella, un nuevo inicio. No están nunca tomadas por la generación anterior. El tesoro moral de la humanidad no está disponible como lo está los instrumentos que se usan. Pongamos un ejemplo: Juan de la Cierva es uno de los pocos españoles que perdurarán en los anales de la aeronáutica mundial. Más que por inventar el autogiro, por los problemas que tuvo que resolver para lograrlo. Sus soluciones fueron adoptadas inmediatamente para el diseño del helicóptero, por entonces plagado de problemas. De la Cierva tuvo que resolver intrincadas ecuaciones, con la ayuda de su amigo Puig Adam.
Pocos ingenieros españoles habrán dejado de encontrarse con este ilustre matemático. Y, sin embargo, cualquier estudiante de bachiller -un poco despierto, eso sí-, puede acceder a Internet y resolver en medio segundo la ecuación diferencial del batimiento de la pala del autogiro, para lo que Puig Adam necesitó meses. Y ese estudiante no sabe más matemáticas que Puig Adam, ni tampoco -lo que está en un plano superior y es más importante-, es moralmente ni mejor ni peor por eso. Sencillamente, hay progreso acumulativo en estas cuestiones, pero no en el terreno moral.
Si little Boy y Fatty Man han de lanzarse sobre Hiroshima y Nagasaki, o bien los 5 kilos de plutonio y los 30 de uranio-235 han de servir para proporcionar luz eléctrica a los ciudadanos de esas mismas ciudades, es una decisión que la escuela actual no enseña a tomar. O, por citar algo menos remoto al españolito medio, enseña a tomar mal la decisión de si matar criaturas no nacidas es razonable, ya que lo considera un derecho.