Con palabras dulces y tono almibarado se habla de una nueva época en la que no se ve a Dios por ninguna parte"
La Razón
En 1918, un enfervorecido Lenin profetizaba: «Cuando hayan muerto las abuelas, nadie recordará que hubo una Iglesia en Rusia».
En 1988, un decepcionado miembro del Comité Central del PCUS, recordando estas palabras, apostilló: «Las abuelas nunca mueren». Digo esto porque no hay más que repasar la historia para darse cuenta: desde hace dos mil años, la Iglesia ha sufrido persecución. Apenas se había echado la semilla del Evangelio, los circos romanos bullían de cristianos. Y no precisamente en las gradas animando los juegos.
Corren tiempos difíciles en Occidente. Y no porque haya una persecución violenta. Al contrario: con palabras dulces y tono almibarado se habla de una nueva época en la que no se ve a Dios por ninguna parte. Tratan de arrinconarlo de los medios de comunicación, de las aulas de los colegios y hasta de los hospitales. Se trata de una persecución de guante blanco, refinada y sin sangre, pero tan demoledora -o más- que las que hemos sufrido en la historia.
Pero, ante esto, mucha fe y esperanza. El martirio es semillero de cristianos. Como afirma Miguel Aranguren en su última novela, La sangre del pelícano, «cuanto más nos golpeéis, con mayor pureza nos regeneraremos».
Bienvenidos los tiempos difíciles, porque ellos traen la depuración de los cobardes y los tibios. Las abuelas, como los viejos rockeros, nunca mueren.