Las que son correctas obligan a excluir a quienes quieren imponerse a los demás
Gaceta de los Negocios
La Fundación Ciudadanía y Valores, que preside Andrés Ollero, ha cumplido ya su primer año de vida, dejando pruebas de su buen y liberal hacer. No sobran entre nosotros las iniciativas que aspiran a plantear los grandes problemas de nuestro tiempo, buscando el verdadero diálogo. Naturalmente, eso requiere el establecimiento de unas condiciones del diálogo, aceptables por todos los intervinientes.
Y no es cosa fácil. El filósofo Alasdair McIntyre ha señalado que los debates morales en nuestro tiempo adolecen de una grave anomalía, pues los que intervienen en ellos, lo hacen desde posiciones filosóficas y religiosas inconmensurables entre sí. Las palabras y los argumentos utilizados se han vuelto incomprensibles, ya que se pronuncian desde un abismo de incomunicación.
Los grandes términos de nuestra tradición moral se han convertido en algo así como retazos de algo que un tiempo tuvo sentido. Baste citar el caso de los derechos humanos. Pero el pensador añade algo más. Ni siquiera se encuentran los interlocutores en situación de igualdad, ya que se han venido imponiendo de hecho unas condiciones del debate que benefician a una de las partes (suponiendo que sean dos) y que son aceptadas, acaso inadvertidamente, por la otra.
En la práctica, prevalece una posición emotivista y utilitarista. Lo cierto es que cuando se dan estas condiciones, es imposible que exista verdadero diálogo, pues o no lo hay en absoluto, o se encuentra trucado por las reglas parciales de juego. En realidad, acaba por tergiversarse el valor y el sentido del diálogo.
Para Sócrates, el diálogo era un medio adecuado para aproximarse a una verdad previa y existente por sí misma. Hoy, tiende a imponerse la falsa idea de que el diálogo es el medio para constituir la verdad moral, que, entonces, no existe hasta que se alcanza el acuerdo, que siempre es sólo mayoritario. Por este camino, termina por negarse la existencia de la verdad moral.
Una primera condición de la neutralidad de las reglas de juego es que, en principio, no excluyan a nadie (al menos a nadie que esté dispuesto a dialogar). Pero no es legítimo excluir, como se pretende, a quienes profesan creencias religiosas (en realidad, al final sólo se excluye a los cristianos). Las reglas de juego correctas no obligan a excluir a quienes pretenden tener razón, sino sólo a quienes quieren imponerse a los demás.
Por lo demás, el hombre genuinamente religioso no es un dogmático obtuso, sino alguien que no excluye la duda. Como afirmó Paul Tillich, la duda forma parte de la creencia religiosa. Abundan, además, los falsos relativistas, que exhiben su escepticismo ante las opiniones rivales, pero reservan la mayor firmeza y el carácter absoluto para las propias.
En un verdadero debate, no es preciso preguntar de dónde proceden las convicciones de cada cual, sino qué sostiene y con qué razones y argumentos. El muy agnóstico Habermas ha reconocido que se está exigiendo en las sociedades democráticas actuales una carga superior e injusta a los creyentes, a quienes se obliga a prescindir de sus convicciones en el debate público. La democracia no se fundamenta en el relativismo ético. Si fuera exigido un relativismo consecuente, apenas habría demócratas.
También se vulnera la neutralidad cuando se apela a un interesado centrismo que se exige al adversario, desde una posición que se va escorando cada vez más a un lado, por supuesto, al izquierdo. De este modo, el centro se va deslizando cada vez más a la izquierda. Por cierto, sólo a la derecha (valgan, aunque no mucho, los términos convencionales) se le exige centrismo, como si, por tratarse de algo malo o sospechoso, cuanto menos mejor, mientras que la izquierda, siendo de suyo algo bueno, puede desplazarse cada vez más a la izquierda.
Instituciones como la Fundación Ciudadanía y Valores aspiran a restablecer la neutralidad de las reglas de juego y unas condiciones limpias y justas de debate público.
Ignacio Sánchez Cámara es catedrático de Filosofía del Derecho