La experiencia del aborto corrobora que el sistema no mejora moralmente a las personas
Gaceta de los Negocios
Ignacio Aréchaga contaba el viernes pasado en este mismo lugar la terrible historia que se desarrolla ante nuestros ojos sin que, aparentemente, le prestemos mayor atención a pesar de lo elocuente de las estadísticas: el exterminio sistemático de los hijos que vienen afectados por el síndrome de Down. Esta carnicería silenciosa se produce tanto en países totalitarios como en sociedades occidentales democráticas, desarrolladas y opulentas.
Cualquiera que tenga en su familia a un afectado de este síndrome sabe hasta qué punto su sola presencia ejerce un efecto beneficioso para la cohesión familiar, en qué medida superlativa suscita y regala amor, y cómo la influencia de su existencia es capaz de sacar lo mejor de nosotros mismos. Hablo por ciencia propia, porque es mi caso con mi hermano Manuel María, que tiene 64 años y está ya muy viejecito, pues nació demasiado pronto para beneficiarse de los extraordinarios avances de la estimulación precoz.
Pero no me voy a poner sentimental, aunque tengo todo el derecho para hacerlo, sino que quiero poner de relieve el daño irreparable que este genocidio produce en todo sistema de convivencia que se tenga por democrático.
La experiencia del aborto masivo de niños Down corrobora la realidad de que la democracia, por sí misma, no mejora moralmente a las personas. La democracia es un sistema de convivencia orientado a controlar los abusos del poder, a proveer a la sustitución de forma pacífica de quienes lo ostentan gracias a la prevalencia de las mayorías y el respeto a las minorías, y a proporcionar seguridad jurídica a los individuos y los grupos sociales gracias al imperio de la ley y a la protección eficaz de los derechos fundamentales, las libertades individuales y el cumplimiento de los contratos libremente establecidos. No más, pero tampoco menos.
Se dice que la proporción de golfos, asesinos, corruptores de menores, estafadores o proxenetas no es sustancialmente distinta en las democracias que en las dictaduras. Eso es cierto. Se añade que la democracia ofrece mecanismos más eficaces para impedir que los delincuentes, en vez de estar en la cárcel, estén en los Gobiernos. Eso ya no es tan cierto, porque depende de que las leyes que aprueben las mayorías sean justas. Si una sociedad carece de criterios para distinguir lo que está bien de lo que está mal, puede estar abocada a la suprema contradicción de consagrar democráticamente el despotismo, el crimen y la degradación.
La mezcla de relativismo moral y de métodos democráticos produce un resultado anestésico que puede ser letal para todo un pueblo. Si la verdad no existe y la bondad la determinan las mayorías, el camino para la destrucción de las libertades está expedito. Y me temo que hoy en España vamos por este camino.