El término laicismo actualmente contiene bastantes elementos de ambigüedad
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Mucho se está hablando de libertad religiosa y laicidad. La vicepresidenta del gobierno, María Teresa Fernández de la Vega, ha anunciado la intención del gobierno de reformar la vigente Ley de Libertad Religiosa de 1980. El objetivo sería seguir avanzando y alcanzar la condición de laicidad que la Constitución otorga a nuestro Estado.
En realidad ni la laicidad ni el laicismo, término que Fernández de la Vega parece usar como sinónimo, aparecen citados en la Constitución Española. En efecto, el artículo 16,3 que es el que regula las relaciones entre el Estado y las confesiones religiosas, afirma que ninguna confesión tendrá carácter estatal. Los poderes públicos tendrán en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española y mantendrán las consiguientes relaciones de cooperación con la Iglesia Católica y las demás confesiones.
El término laicismo actualmente contiene bastantes elementos de ambigüedad. El laicismo ha de referirse a la separación entre la Iglesia y el Estado, de modo que quede garantizada la neutralidad del Estado ante el hecho religioso. Hasta este punto todos están de acuerdo en el concepto de laicismo; pero existen divergencias en las consecuencias de la neutralidad del Estado.
Para uno es legítima la colaboración entre ambas instituciones en los asuntos que son de interés común, como la conservación del patrimonio histórico y artístico o la atención a sectores de población desfavorecidos. Benedicto XVI y Juan Pablo II, en continuidad con la doctrina del Vaticano II, alaban este concepto de laicismo al que a veces han llamado sano laicismo o sana laicidad. Así, Juan Pablo II a los obispos de Francia el 11 de febrero de 2005: Las relaciones y la colaboración confiada entre la Iglesia y el Estado no pueden por menos de tener efectos positivos para construir juntos lo que el Papa Pío XII ya definía como «legítima y sana laicidad», que, como recordé en la exhortación apostólica postsinodal Ecclesia in Europa, no ha de ser un «tipo de laicismo ideológico o separación hostil entre las instituciones civiles y las confesiones religiosas». Así, las fuerzas sociales, en lugar de ser antagonistas, estarán, cada vez más, al servicio de toda la población que vive en Francia.
Existe también un concepto de laicismo que pide no solo la separación entre el Estado y la Iglesia Católica -o las confesiones religiosas- sino la ausencia de relaciones entre ambas instituciones. Quienes piden que el Estado denuncie los Acuerdos con la Santa Sede de 1976 y 1979 para preservar la laicidad del Estado manifiestan que profesan esta doctrina laicista.
Según esta concepción, la neutralidad incluye la ausencia de relaciones. Subyace un concepto de religión que la considera como un hecho exclusivamente privado. El Estado ha de garantizar que los ciudadanos puedan profesar su fe religiosa en el ámbito de su intimidad, sin reconocer a la vida religiosa y a las instituciones religiosas un lugar en el seno de la sociedad. Los creyentes no podrían manifestar su fe públicamente porque sería un atentado a la laicidad del Estado. En sus variantes más extremas, se deberían prohibir las manifestaciones públicas de fe como procesiones o toques de campanas. Incluso se debería prohibir que los ministros religiosos participen en la vida pública o simplemente se pronuncien sobre asuntos de interés público.
La Constitución Española claramente asumió el primer concepto de laicismo, ya que incluye un mandato a los poderes públicos a mantener relaciones de cooperación con la Iglesia y demás confesiones religiosas.
Sin embargo el concepto de laicismo extremo no es ajeno a la sociedad española. Además del ejemplo citado -la petición de denunciar los Acuerdos entre la Iglesia y la Santa Sede- en los últimos meses hemos visto cómo se ha criticado a algunos obispos por publicar un documento ante las cercanas elecciones. O se ha criticado a unos cardenales españoles por reunir una multitud en la calle y dar su opinión sobre unas leyes.
En ambos casos la máxima crítica es que eran obispos. Parece que por el hecho de ser obispos, pierden sus derechos como ciudadanos: es decir, el laicismo más extremo, el que querría prohibir a los ministros religiosos la participación en la vida pública, el cual no encuentra sustento en la Constitución española. No lo podría encontrar porque sería contrario al principio de igualdad ante la ley que proclaman la Constitución y todos las declaraciones de derechos humanos suscritas por España.
Por eso, sería de desear que la prometida reforma en la Ley de Libertad Religiosa sirva, como ha anunciado la vicepresidenta Fernández de la Vega, como impulso de la laicidad del Estado en el sentido que le dio la Constitución Española, de cooperación entre el Estado y la Iglesia Católica y demás confesiones, y como garantía de que los creyentes podrán manifestar su fe en público y en privado.