La actividad pública de la Iglesia se desarrolla hoy en un ambiente cultural y mediático que privilegia la controversia. Este clima polémico puede ocultar el tono positivo que caracteriza a la propuesta cristiana. Sobre esos temas ha tratado un seminario internacional sobre Comunicación de la Iglesia y cultura de la controversia, organizado por la Facultad de Comunicación Institucional de la Universidad Pontificia de la Santa Cruz, de Roma. Ofrecemos una síntesis de la intervención del prof. Marc Carroggio, que planteó algunas sugerencias sobre las dificultades y oportunidades que presentan las controversias.
La lógica de comunicación pública tiende a amplificar los episodios de controversia, porque el conflicto hechiza y captura la atención del ser humano. Las crisis y las controversias tienen analogías: ambas situaciones comparten una común negatividad y ambas son públicas porque se expresan a través de los medios de comunicación. Además, alcanzan a un gran número de personas no especializadas en el tema discutido.
Crisis y controversias
Sin embargo, crisis y controversia son fenómenos diferentes, que reclaman modos de gestión específicos. Las crisis emanan de hechos imprevisibles y de entidad, que pueden llevar consigo la pérdida de control: una catástrofe natural, un accidente, un caso de corrupción, una bancarrota. En las controversias, en cambio, se discrepa sobre ideas, valores y propuestas. Se discute acerca de lo que es bueno y lo que es malo. En las controversias entran en conflicto cuestiones de principio, diversas visiones del mundo.
Las controversias mediáticas tienen tres consecuencias que impiden una verdadera comunicación: producen confusión en los contenidos, tienden a deformar el mensaje; generan tensión en las relaciones; y provocan rechazo sistemático hacia las propuestas del interlocutor.
Junto a los efectos negativos, las controversias comunicativas comportan una ventaja fundamental: reúnen a muchas personas en torno a los sujetos que debaten; aumentan exponencialmente el interés informativo; atraen a los micrófonos y a las cámaras de televisión. A quien se encuentra en una controversia comunicativa se le abren espacios informativos gigantescos. Se le concede una relevancia pública que permite comunicar mensajes que pueden llegar muy lejos.
Lo explicaba hace justamente dos años el entonces portavoz del arzobispo de Westminster. Ante las elecciones británicas, una revista femenina interpela a los diversos candidatos sobre su posición ante el aborto. El candidato conservador, Michael Howard, solicita una reducción del límite legal. El cardenal arzobispo de Londres es interpelado por el Times y muestra simpatía hacia la propuesta de Howard. El cardenal, separadamente, aborda otras cuestiones y recuerda el hecho histórico de que en épocas pasadas los católicos ingleses votaban en bloque a favor del Laborismo. Al día siguiente, el diario titula en portada: El cardenal pide a los católicos que rechacen a los laboristas por su posición ante el aborto. Ese error inicial en la cobertura se convirtió en una ocasión sin precedentes para comunicar adecuadamente un aspecto que había sido marginal en las elecciones inglesas.
En la misma línea podría señalarse el efecto inesperado del discurso de Ratisbona: la lectio del Papa se convirtió, gracias a la red, en uno de los textos más leídos de Benedicto XVI. Algo similar sucedió con el discurso (no pronunciado) del Papa a la Universidad de La Sapienza. El texto, que hubiera pasado más o menos inadvertido en circunstancias ordinarias, fue publicado íntegramente por varios diarios italianos y por numerosos medios de comunicación del mundo. Esos dos discursos adquirieron una relevancia insospechada y generaron adhesiones de intelectuales de diversa proveniencia ideológica.
Estímulo para la argumentación
Podría decirse que, en la tarea del comunicador institucional, la crisis es algo extraordinario, mientras que la controversia y el conflicto al menos, un cierto grado de conflicto forman parte de la normalidad. Tener a una parte del público en contra es algo natural. En algunos casos, porque las personas y las instituciones cometen errores o no son capaces de transmitir con claridad las razones de su actuar (son las controversias evitables). En la mayoría de los casos, con independencia de los errores, la causa de la discordia es la disparidad misma del ser humano: no existe alimento apto para todos los paladares; hasta los helados más exquisitos son dañinos para quien padece intolerancia a la lactosa (controversias inevitables).
¿Qué ocurre en el caso de la Iglesia? En los procesos de comunicación hay dos elementos inseparables: por una parte, la identidad y los valores de la institución; por otra, su modo de comunicar. La naturaleza y los valores de cada institución imponen, por así decir, un modo concreto de comunicarse, de relacionarse con el mundo y por consiguiente también con los periodistas.
En este sentido, conviene mencionar dos aspectos característicos de la Iglesia católica como sujeto comunicativo que, desde mi punto de vista, afectan directamente a las controversias: la Iglesia como portadora de la religión del logos; y la Iglesia como signo de contradicción (una institución que tiene la peculiaridad de jugarse su ser y su éxito en la fidelidad a Cristo).
Como el segundo es evidente, subrayo algo más el primero de estos dos aspectos. La fe cristiana se ha comprendido a sí misma como religión del logos, la religión según la razón. Esta confianza en la razón hace que el cristiano se encuentre cómodo en la controversia, en la discusión de ideas, en los debates públicos. Que no tenga recelos para discrepar, debatir y argumentar.
Al mismo tiempo, esta connaturalidad entre cristianismo y razón hace que se pueda y deba desarrollar una reflexión ética que sea comprensible y sensata incluso para quien no conoce o no acepta plenamente la verdad revelada. Analizar serenamente los argumentos opuestos ayuda a hacerse preguntas, estimula a madurar las propias ideas, a pensar con profundidad: es un modo de razonar utilizado frecuentemente por Benedicto XVI. Cuando se omite este paso, es posible que la respuesta dada no guarde relación con el problema planteado.
Razones para entrar en el debate
Descendiendo a un plano más práctico, una primera decisión operativa y estratégica que incumbe a los responsables de comunicación de la institución que en diferentes niveles pueda estar vinculada a la Iglesia, se refiere a la congruencia misma del debate: ¿conviene desempeñar un papel activo o es preferible abstenerse, en esta controversia específica? La oficina de comunicación debe determinar en cada caso los debates que son de su competencia. A mi parecer, se pueden diferenciar tres posibles situaciones:
La cuestión ofrece pocas dudas cuando el objeto de la controversia es la Iglesia misma o su doctrina. La Iglesia es fuente directa y voz interpelada.
La cuestión es más delicada, y diría que más atrayente, cuando se trata de materias de interés público y con implicaciones éticas y antropológicas. Sobre estos casos, el magisterio reciente ofrece perspectivas luminosas cuando habla de ciertas exigencias de carácter ético radicadas en la persona humana que por su propia naturaleza y su papel de fundamento de la vida social no son negociables.
En cambio, podría ser contraproducente que la oficina de comunicación de la Iglesia se inmiscuyera en otros debates públicos sobre los que existe una legítima pluralidad de opciones, en controversias sobre las que no existe una solución católica. Es decir, cuando se discute sobre valores negociables.
Dejarse enzarzar en este tipo de conflictos conduciría a lo que podríamos llamar controversias superfluas que, con frecuencia, tienen trasfondo político. En estos casos, la Iglesia cargaría el fardo de negatividad de la controversia, sin conseguir a cambio ningún beneficio en su misión apostólica. La participación en controversias superfluas, al contrario, podría producir división entre quienes escuchan con atención la voz ética de la Iglesia.
Los beneficios de la polémica
Las consideraciones precedentes muestran que las controversias mediáticas no sólo son normales, sino que en cierto modo son necesariamente inevitables para la Iglesia. En consecuencia, el papel de los responsables de comunicación no consiste en evitar las controversias a toda costa, sino en gestionarlas adecuadamente: limitar los efectos negativos y explotar las posibilidades informativas que brindan.
En este sentido, podemos subrayar cuatro principios o parámetros que ayudan a posicionarse adecuadamente ante una controversia. Cada uno de ellos trata de neutralizar una de las consecuencias negativas de las controversias: la confusión que generan, el rechazo que provocan y la tensión que introducen en las relaciones.
Un primer parámetro es la claridad en las palabras y en los argumentos elegidos. La claridad en los contenidos y en las intenciones impide que uno acabe atrapado en la confusión de la controversia. La claridad es esencial para que el mensaje de la Iglesia no quede reducido a cuestiones de carácter político o institucional.
El segundo es el enfoque positivo. La controversia propaga desaprobación hacia las propuestas propias y sentimientos de negatividad hacia quien las propone. Es por ello preciso poner en marcha un cúmulo de acciones afirmativas. Sin embargo, ser afirmativo no es sencillo. En contextos controvertidos es fácil responder con declaraciones o comunicados que dedican mayor espacio a refutar acusaciones que a exponer el punto de vista propio.
Pero la acción positiva no se limita a una cuestión lingüística. Consiste, sobre todo, en la capacidad de llevar a la práctica una estrategia de comunicación, un conjunto de acciones informativas y culturales que se desarrollan en un tiempo específico y que miran a la consecución de resultados. Ese es el modo mejor de superar los sentimientos de negatividad y de rechazo hacia el adversario que provocan las controversias. Con este modo de actuar, se ayuda al público de la controversia a dar a conocer la Iglesia como realmente es y no como algunos imaginan que es.
La tercera característica es la amabilidad y la corrección en el estilo. Un estudio empírico sobre las controversias realizado entre 62 grupos de debate indica que una actitud hostil en una discusión reduce la posibilidad de consenso por parte de un auditorio neutro. Cuando uno se encuentra inmerso en una controversia, y tiene frente a sí micrófonos y cámaras televisivas, la cuestión de los modos se hace prioritaria.
Reacciones ponderadas
La controversia no es un problema si la reacción es adecuada. Y al revés: la controversia se convierte en problema cuando la reacción es desmesurada. El problema pasa a ser la reacción, mientras que la controversia de fondo, el tema que se discute, queda en segundo plano. Las reacciones ponderadas son cruciales, con independencia de la gravedad del ataque. Como se deduce de éste y de otros estudios similares, el público se pone de parte de la víctima, siempre que ésta no actúe a su vez como verdugo.
El último parámetro que deseaba mencionar es la óptica local. A la hora de afrontar una controversia es clave trabajar y tomar iniciativas en el propio ámbito de influencia, sin perderse en objetivos inalcanzables. A veces, parece imposible cambiar el sentido de una polémica que se mueve en los palacios o en los grandes medios. Sin embargo, sí es posible y eficaz actuar en la opinión pública local: se conocen personas, es un ambiente que se mueve en un contexto menos ideológico. Trabajar con óptica local es el modo de llevar la iniciativa y de evitar la tentación de la pasividad, que es sinónimo de incomunicación.
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