Un cristiano ama la verdad y la libertad porque se necesitan entre sí y las requiere para vivir conforme a su esencia y dignidad
Las Provincias
La religión une al hombre con Dios, que lo ha creado capaz de comunicarse con Él y de rendirle culto, no sólo mediante actos litúrgicos sino con la vida entera. Esa adoración es la máxima grandeza de la criatura porque es gesto de sometimiento a su voluntad, de intimidad con Él y de su aceptación como nuestra verdadera medida. Así encontramos una especial dignidad, pues Aquel al que nos sometemos es Amor y Verdad.
Para que el ser humano llegue a esta comunión, Dios ha descendido a nuestro nivel, se nos ha manifestado con la revelación de sí mismo, cuya cumbre es su encarnación: se hace uno de nosotros. Y muere y resucita por todos. Pero esa unión vital con el Creador y Redentor puede ser olvidada, desconocida o rechazada por nosotros. Tal actitud puede tener muchas causas, pero me detengo en dos tesis que influyen grandemente en el tema: relativismo y laicismo.
La filosofía relativista afirma la necesidad de resignarse al hecho de que las realidades divinas y las que se refieren al sentido profundo de la vida humana, personal y social, son sustancialmente inaccesibles. Lo sintetiza un espléndido artículo de Rodríguez Luño inspirado en dos obras de Ratzinger: Verdad, fe y tolerancia y El cristianismo y las religiones del mundo.
El relativismo insistirá en que las religiones serían formas culturales de los diversos tiempos, y ninguna tendría bajo algún aspecto un valor absoluto de verdad. Pero la fe cristiana se presenta como transmisora de la verdad de Dios -aunque no sea exhaustiva-, del hombre y del sentido de la vida. La negación radical de esta posibilidad abatiría la fuerza del cristianismo que, por el contrario, ha demostrado a lo largo de la historia -a pesar de los errores personales- su capacidad de configurar y sanar la vida personal y colectiva.
El relativista teme a la verdad porque la supone agresiva para la libertad. Pero, como sigue diciendo Rodríguez Luño, no se puede sacrificar la libertad sobre el altar de la verdad -aunque lo hayan hecho determinadas personas en distintas épocas- ni se puede matar violentamente la verdad sobre el ara de la libertad, como ha ocurrido en diversas ocasiones, y afirma este nuevo dogma del relativismo. Este se presupone imprescindible para la democracia, mientras se ocupa de aplicar un pensamiento único en la línea apuntada, muy en consonancia con limitar la libertad a elección sin referencia alguna a la verdad.
Es importante, al juzgar la doctrina relativista, la necesidad de no confundir el plano teórico con el ético-político, porque una cosa es la relación de la conciencia con la verdad y otra, bien distinta, es la justicia con las personas.
Por decirlo con palabras de Benedicto XVI: una cosa es considerar la libertad religiosa como expresión de la imposibilidad del hombre para encontrar la verdad (sería el relativismo, teoría más que discutible), y otra, bien diversa, es considerarla como necesidad de la convivencia humana para ejercer la libertad de las conciencias. Y, por supuesto, sin excluir a nadie de la vida civil por este motivo.
Un cristiano ama la verdad y la libertad porque se necesitan entre sí y las requiere para vivir conforme a su esencia y dignidad. Además, las sociedades que rechazan la posibilidad de conocer a Dios acaban situando en su lugar el poder de los hombres o de una ideología, lo que propicia falta de la libertad que se pretendía defender. Esa ideología sustitutiva de Dios viene a ser el laicismo, que no plantea tanto la imposibilidad de alcanzar a Dios, cuanto la imposición de ignorarlo en la vida pública.
La necesidad plausible de separar Iglesia y Estado -mejor llamarla laicidad- no requiere ese laicismo radical que relega la religión al ámbito de lo privado, sin ninguna carta de ciudadanía. La religión no puede reducirse a esa esfera sin el riesgo de negar todo lo que tiene de colectivo en su vida y en las actividades sociales y caritativas que realiza. Lo ha recordado el Papa en la ONU: "No se puede limitar la plena garantía de la libertad religiosa al libre ejercicio del culto, sino que se ha de tener en la debida consideración la dimensión pública de la religión y, por tanto, la posibilidad de que los creyentes contribuyan a la construcción de orden social".
Quizá basten, como resumen de la actitud serena del cristiano, estas palabras del fundador del Opus Dei: "Nadie en la tierra debe permitirse imponer al prójimo una fe de la que carece; lo mismo que nadie puede arrogarse el derecho de hacer daño al que la ha recibido de Dios".