Barbara Kay es una conocida comentarista del National Post, uno de los principales diarios de Canadá. En una reciente conferencia en la McGill University, resumida aquí, subrayó la necesidad de superar el viejo feminismo de la confrontación con los hombres (1).
Kay comenzó contando algunas experiencias vitales que enmarcan sus ideas. En primer lugar, habló de su padre, hombre carismático y emprendedor que, tras haber sufrido extrema penuria en su juventud, estaba obsesionado con dar seguridad económica a su mujer y a sus tres hijas. Su vida de trabajo extenuante le llevó a una muerte prematura. Kay dice que su padre fue un héroe para ella, y que en su vida ha conocido otros hombres magníficos, entre los que cuenta a su marido, con el que lleva casada 42 años, a su hijo y a su yerno.
Así, dice, estoy bien dispuesta hacia los hombres, a no ser que vea buenas razones en contra. Su experiencia le ha permitido comprobar que los hombres normales, psicológicamente sanos, educados en una sociedad respetuosa de las mujeres, como la canadiense, en su relación con las mujeres se rigen por el instinto de protegerlas, no de hacerles daño.
El segundo elemento biográfico que menciona Kay es su condición de judía. Crecí en una época de creciente aceptación de los judíos como iguales en la sociedad, consecuencia directa del movimiento mundial de compasión hacia los judíos tras el Holocausto. La historia del pueblo judío inspiró a Kay una desconfianza instintiva hacia cualquier grupo ya sea una raza, una etnia, una religión o un sexo que recurre a planteamientos maniqueos y usa a una colectividad entera de chivo emisario para explicar los fracasos de sus propios miembros.
En las últimas décadas, Kay ha observado un cambio. Antes el ambiente era favorable a la diversidad intelectual y empezaba a serlo también a las mujeres. La época actual, dice, se ha vuelto desfavorable a la diversidad intelectual y no muy favorable a los hombres no homosexuales, pero extraordinariamente favorable a las mujeres. De todos esos nuevos fenómenos escribe en el National Post desde el año 2000.
Libertinaje
Al principio se ocupó a menudo de la moda de la chica mala. Escribió, por ejemplo, un artículo sobre la aparición de niñas vestidas de manera provocativa, como si fueran show girls de Las Vegas, con el consentimiento y aun el estímulo de sus madres; más tarde, publicó otro sobre mujeres educadas en universidades de elite que ponían en marcha revistas pornográficas; también unos cuantos sobre la degradante promiscuidad sexual. En esos artículos sostenía que lo que para las mujeres comenzó como liberación sexual había degenerado en un libertinaje sexual irresponsable y adormecedor de la intimidad, que constituía una tendencia insana para las mujeres y para la sociedad.
Para Kay, este fenómeno tuvo su icono cinematográfico en El diario de Bridget Jones, que supuestamente era una puesta al día de Orgullo y prejuicio. Pero mientras en la novela de Jane Austen Elizabeth Bennet, gracias a su marcada personalidad, su integridad y su inteligencia, cautiva el corazón del estirado y cortés Mr. Darcy, Bridget Jones es una zángana impulsiva, fumadora empedernida, que no da muestra de inteligencia ni de comprensión de la naturaleza humana, totalmente volcada al sexo y disponible para cualquier hombre de buena apariencia que se cruza en su camino.
Curiosamente, anota Kay, el Mark Darcy de la película es una fiel recreación del Mr. Fitzwilliam Darcy de Austen: un hombre inteligente, refinado, de buen gusto, discreto y templado. Por eso la película es inverosímil, pues en la vida real un hombre así no tomaría en serio a una joven como Bridget. De modo que la película, comenta Kay, ilustra una extraña diferencia de géneros en materia de modelos morales, pues el caballero sigue siendo un caballero, pero la dama se ha convertido en una golfa.
Feminismo y demografía
Después Kay se interesó para sus artículos en las dramáticas consecuencias demográficas del feminismo. Las feministas promovieron la igualdad con los hombres en materia de carrera profesional y fomentaron la experimentación sexual, en vez de alentar a comprometerse joven y ser fiel; a consecuencia de todo eso, las mujeres tienen menos hijos y más tarde, y muchas no tienen ninguno.
Ahora no pocas mujeres descubren que les gustaría tener hijos, pero se dan cuenta cuando ya es demasiado tarde. Ni las clases de Estudios sobre la Mujer ni las comentaristas feministas les avisaron que la fertilidad alcanza su máximo en torno a los 25 años, ni que los embarazos a edad tardía entrañan más riesgo, ni que los abortos provocados aumentan la probabilidad de partos prematuros en embarazos posteriores.
El aborto es ahora tan común aquí que se ha convertido en el último recurso para el control de la natalidad. En los últimos diez años, la tasa de abortos en Quebec casi se ha multiplicado por dos: el 16% de los embarazos en 1998, el 30% hoy. No hace falta ser un cristiano fervoroso para considerar preocupante ese dato.
De la misoginia a la misandria
Kay también se ha interesado por las consecuencias del feminismo en los hombres. Una de ellas es la extensión de la misandria o aversión a los hombres (la actitud inversa a la misoginia; la misantropía, como aclara la propia Kay, es la aversión al trato humano), que hoy está arraigada en nuestro discurso público, en nuestro sistema educativo y en los servicios sociales. Sin embargo, la misandria no es detectada por la mayor parte de nosotros, porque nos hemos amoldado a aceptar teorías que no tienen nada que ver con la realidad, así como al lenguaje que acompaña a esa tendencia.
Podemos ver un ejemplo de la misandria dominante, dice Kay, en el favoritismo hacia la mujer que se ha asentado en el derecho de familia. La misandria en el derecho de familia es fruto de una ideología que considera a los niños como propiedad de las mujeres, pese a que muchos estudios muestran que los niños quieren y necesitan a sus dos progenitores, y ni uno solo permite concluir que sea beneficioso para el niño estar a cargo de la madre sola.
Pero hoy, en las causas matrimoniales, cuando no hay acuerdo sobre la custodia de los hijos, en el 90% de los casos los jueces la conceden exclusivamente a la mujer, por mediocre madre que sea ella y por buen padre que sea él, y aunque el resultado sea que los niños pasen el día entero al cuidado de canguros o en la guardería. También, dice Kay, ella puede acusarlo falsamente de conducta violenta para que le prohíban acercarse a sus hijos, pues sin necesidad de pruebas, cualquier denuncia o aun simple expresión de temor de malos tratos por parte de una mujer provocará la actuación inmediata de la policía y de los tribunales, sin que el hombre pueda defenderse. O si ella impide al padre ejercer el derecho de visita, nunca será castigada.
A la inversa, si él deja de pasar la pensión, aunque se haya quedado sin trabajo y no tenga más recursos para pagar, será condenado, y si va a la cárcel, como muy bien puede suceder, cumplirá una condena más larga que un traficante de cocaína.
Y sin embargo, todos los estudios sociológicos dignos de crédito que se conocen muestran sin lugar a dudas que si existe un indicador seguro de éxito en la vida adulta, es la presencia del padre desde que el niño o la niña tiene edad bastante para salir a la calle. Si existe un indicador seguro de fracaso (abandono de los estudios, drogas, promiscuidad, delincuencia), no es la pobreza: es la ausencia del padre en la última fase de la infancia y en la adolescencia.
Kay concluye recordando una frase de Oscar Wilde: Hace cien años, el amor homosexual era el amor que no se atrevía a decir su nombre. Hoy el amor homosexual ruge, y es la virilidad la que susurra en las sombras. ( ) No necesitamos silenciar las voces de los hombres para que se oigan las de las mujeres. Necesitamos más conversación y menos monólogo. ( ) El humanismo lleva al respeto y a la confianza entre los sexos. Y la colaboración entre los sexos lleva al dorado árbol de la vida [Goethe] que todos debemos esforzarnos por alcanzar: una sociedad sana.
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(1) La versión original íntegra está disponible en MercatorNet (www.mercatornet.com).
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