Son las preguntas radicales que indican cuál es la destinación de aquella inteligencia. Porque estamos llamados a conocer cosas altísimas
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He vuelto a estar con los niños pequeños en la catequesis y de nuevo me he dado cuenta de que son los que hacen las preguntas más sabias. Los niños, cuando son bien educados en la fe, te hacen preguntas o se las hacen a sus padres, que no podemos contestar. Porque son dificilísimas y, sin embargo, son las preguntas de un niño. Desean saber la verdad a la que están destinados y preguntan por ejemplo, ¿cómo puede ser que en el cielo estemos quietos? o ¿qué es Dios?. Son las preguntas radicales que indican cuál es la destinación de aquella inteligencia. Porque estamos llamados a conocer cosas altísimas.
Entonces alguien podría pensar que a los niños hay que enseñarles cosas complicadísimas, pero no es así. Hay que enseñarles cosas importantes, que es distinto. Porque la inteligencia, naturalmente, quiere saber lo que de verdad importa. Es cierto, y también se observa, que cuando crecen, aunque acumulen más conocimientos, se oscurecen con otras cosas que se les mezclan en la inteligencia y la imaginación. Los diques para contener la marea de influencias no son de fácil construcción. Pero en lo que nos interesa fijarnos es en la ordenación que los niños tienen a la verdad más alta.
También en el orden natural sucede algo semejante con la filosofía. Se malentiende que la filosofía es algo para gente extraña y, por ende, los contenidos han de ser abstrusos. Sin embargo, la filosofía se dirige a lo que todo el mundo naturalmente pregunta: ¿qué son las cosas?, ¿en qué consiste ser feliz?, ¿quiénes somos?. Los sabios son gente sencilla.
Benedicto XVI, en una carta dirigida el 21 de enero de este año a la diócesis y ciudad de Roma dice: En un niño pequeño ya se da, además, un gran deseo de saber y comprender, que se manifiesta en sus continuas preguntas y peticiones de explicaciones. Ahora bien, sería una educación sumamente pobre la que se limitara a dar nociones e informaciones, dejando a un lado la gran pregunta sobre la verdad, sobre todo sobre esa verdad que puede ser la guía de la vida.
Y el Papa, en esa misma carta vincula la posibilidad de la tarea educativa a la esperanza. Porque si no hay confianza en la vida tampoco se puede transmitir ninguna certeza. La verdad última recae en la seguridad de que somos amados por Dios. Desde esa verdad última, que es también la primera, se integran los conocimientos de las diferentes regiones de la realidad. Introducir en el mundo, conociéndolo en sus partes y en su unidad, como una manifestación (revelación) del amor de Dios es un camino fascinante. Para ello es necesario que los maestros muestren que viven ellos mismos esa admiración por el maravilloso orden y belleza que nos rodea.
Pero, además, todo maestro cristiano, no sólo enseña a mirar la grandeza del mundo y de la propia vida, sino también el amor singular que Dios tiene con cada uno de nosotros. Mostrar la misericordia que Dios ha tenido con nosotros, como un reflejo de ese amor infinito que si se muestra grande en el conjunto de la creación, aún es más sorprendente en el cuidado que tiene por cada hombre.