Diego Contreras, en Aceprensa
Los movimientos eclesiales y las nuevas comunidades son una de las novedades más importantes suscitadas por el Espíritu Santo en la Iglesia para la aplicación del Concilio Vaticano II. Esta fue una de las convicciones que Benedicto XVI transmitió al centenar de obispos que participaron en un seminario de estudio organizado por el Consejo Pontificio para los Laicos en las cercanías de Roma.
El Papa añadió que aunque se trata de una novedad que todavía espera ser comprendida plenamente a la luz del diseño de Dios y de la misión de la Iglesia, en los años transcurridos se han superado no pocos prejuicios, resistencias y tensiones. Queda la importante tarea de promover una madura comunión de todos los sectores eclesiales con el fin de que todos los carismas en el respeto de su especificidad puedan contribuir plena y libremente a la edificación del único Cuerpo de Cristo.
La finalidad del seminario, que se desarrolló del 15 al 17 de mayo, se enmarca precisamente en esa dirección, en continuidad con los encuentros que Benedicto XVI y Juan Pablo II mantuvieron en 2006 y 1998, respectivamente, con millares de seguidores de esas nuevas realidades surgidas en el seno de la Iglesia. En 1999 se celebró además un primer seminario de este tipo.
El propósito de las jornadas fue profundizar en el significado teológico y pastoral de estas nuevas realidades y, en consecuencia, trazar la respuesta que deben dar los pastores. El hilo conductor de esas consideraciones fueron unas palabras que el Papa dirigió en noviembre pasado a los obispos alemanes durante la visita ad limina: Os pido que salgáis al encuentro de los movimientos con mucho amor.
El propio Papa glosó esa idea durante la audiencia con los participantes en el seminario: Salir al encuentro con mucho amor nos lleva a conocer adecuadamente su realidad, sin impresiones superficiales o juicios reductivos. Nos ayuda también a comprender que los movimientos eclesiales y las nuevas comunidades no son un problema o un nuevo riesgo, que se añade a nuestras incumbencias ya gravosas. ¡No! Son un don del Señor, un recurso precioso para enriquecer con sus carismas a toda la comunidad cristiana.
Junto a los obispos han participado también varios fundadores y promotores de algunos movimientos, así como teólogos y canonistas. El teólogo Piero Coda observó, por ejemplo, que muchas de estas realidades están experimentando el paso del momento efervescente de la fundación al momento de una más reposada inserción en el ritmo ordinario de la vida y de la misión de la Iglesia.
El cardenal Stanislaw Rylko, presidente del Consejo Pontificio para los Laicos, recordó los cinco criterios de eclesialidad dictados por Juan Pablo II para ayudar a los obispos en el discernimiento sobre los movimientos: que den primacía a la vocación a la santidad de cada cristiano; obediencia al magisterio de la Iglesia; comunión con el Papa y los obispos; evangelización; presencia incisiva en la sociedad como levadura evangélica. Sobre este último punto, el secretario del Consejo Pontificio, Josef Clemens, definió estas realidades usando palabras del cardenal Ratzinger como minorías activas y creativas.
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Jesús Colina, en Zenit.org
Del 15 al 17 de mayo se ha celebrado en Rocca di Papa, cerca de Roma, el segundo Seminario de estudio para los obispos sobre el tema de los movimientos eclesiales, cuyo significativo título -«Os pido ir al encuentro de los movimientos con mucho amor»- ha sido tomado de una reciente frase de Benedicto XVI a los obispos alemanes.
Las dos ponencias principales han sido confiadas a monseñor Piero Coda, profesor ordinario de Teología Sistemática en la Universidad Pontificia Lateranense de Roma y presidente de la Asociación Teológica Italiana, y al sacerdote Arturo Cattaneo, profesor de Derecho Canónico en Venecia, que ha hablado de «Movimientos y nuevas comunidades en las Iglesias particulares».
Don Arturo Cattaneo ha querido responder a las preguntas de Zenit sobre el argumento.
En Pentecostés de 1998, Juan Pablo II se dirigía a los movimientos eclesiales recordando que su nacimiento «ha aportado a la vida de la Iglesia una novedad inesperada, incluso rompedora» y que «esto no ha dejado de suscitar interrogantes, malestares y tensiones». A diez años de distancia, ¿qué nos puede decir al respecto?
Recordaría sobre todo que en aquella ocasión el Papa se dirigió a los movimientos afirmando que, tras un «periodo de prueba» y de verificación, se estaba abriendo ante ellos «una etapa nueva: la de la madurez eclesial». En los diez años transcurridos desde entonces esta «madurez» -también gracias a la solicitud de Benedicto XVI- ha ido consolidándose. Se aprecia especialmente esto en cuanto a su inserción en las Iglesias particulares. Esto no significa naturalmente que todos los problemas se hayan ya resuelto, también porque la Iglesia -como organismo vivo- exige que cada realidad se actualice continuamente.
¿Qué es lo que hace difícil la solución de los problemas todavía existentes?
Las dificultades derivan a menudo de los prejuicios, incomprensiones o capillismos por parte de fieles de la comunidad local por un lado, y de imprudencia, inexperiencia o exuberancia por parte de los miembros de los movimientos, por otro. Además -como ha observado el desaparecido padre Jesús Castellano- «los carismas no existen en estado puro, y a veces en nombre de los carismas se pueden realizar abusos». Hace falta por tanto una continua obra de purificación y, por parte del obispo, se necesita no sólo promoción de las riquezas carismáticas, sino también discernimiento, vigilancia y corrección de eventuales abusos.
¿Cómo se pueden superar tales dificultades y tensiones?
Principalmente con el diálogo animado por la caridad, con un poco de paciencia y de buena voluntad para comprender y hacerse comprender. Todos deben -como observaba el cardenal Ratzinger- «dejarse educar por el Espíritu Santo», para que puedan tener «el consenso interior a la multiplicidad de las formas que puede asumir la fe vivida». Las dos partes -movimientos y comunidades locales- deben encontrar la vía que conduce a aquellos comportamientos de los que Pablo habla en el himno a la caridad.
Usted ha hablado a los obispos. ¿Nos puede decir algo de lo que les ha dicho?
Lo he sintetizado en cuatro puntos, en correspondencia con las características esenciales de la Iglesia, que son un don pero también una tarea. Cristo, por medio de su Espíritu, concede a la Iglesia ser una, santa, católica y apostólica, y la llama a realizar cada vez mejor cada una de estas características. Cada obispo diocesano debe promover en la Iglesia a él confiada la unidad en la pluralidad, la catolicidad en el sentido de apertura a la Iglesia universal, así como la apostolicidad que implica la complementariedad entre institución y carisma. Actuando así, el obispo contribuirá a la santidad de su Iglesia particular como primer servidor del Espíritu.
¿Nos puede explicar brevemente en qué sentido esto garantizaría la integración de los movimientos eclesiales?
El servicio del obispo a la unidad debe realizarse en la conciencia de que la diversidad de ministerios, carismas, formas de vida y de apostolado no es un obstáculo para la unidad de la Iglesia particular, sino una riqueza. Hay que considerar que el carácter de comunión, precisamente de la Iglesia, comporta, por una parte, la más sólida unidad y, por otra, una pluralidad y una diversificación, que no obstaculizan la unidad. Una comprensión estrecha de la unidad llevaría a un uniformismo pastoral que haría difícil la inserción y la acción apostólica de los diversos movimientos.
Por otra parte, la catolicidad de la Iglesia particular tiene una especial relevancia para el tema del que nos estamos ocupando. Una de las características predominantes de los nuevos movimientos eclesiales es su dimensión universal. Como realidad de la Iglesia universal, en virtud de la mutua interioridad entre Iglesia universal y particular, los movimientos están llamados actuar en las Iglesias particulares, enriqueciéndolas y preservándolas del peligro del «particularismo» o del «localismo».
¿No existe sin embargo también el peligro opuesto, el de que un movimiento no se radique suficientemente en la Iglesia local?
Ciertamente la característica universalidad de los movimientos no debe hacerles olvidar que la Iglesia posee también una esencial dimensión particular. Los movimientos serán por tanto plenamente eclesiales también en la medida en que se radiquen en las diversas Iglesias particulares. La visión universal de la Iglesia, que representa una de las aportaciones valiosas de los movimientos a las Iglesias particulares, se deformaría, convirtiéndose en una visión platónicamente universalista', y esto iría en detrimento de la atención hacia la realidad y los problemas de la Iglesia particular. También esto es amor por la Iglesia. Los miembros de los movimientos, permaneciendo fieles al propio carisma, deberán tratar de injertarlo creativamente en la vida de la respectiva Iglesia particular, sin limitarse a estar presentes en los organismos diocesanos. El campo de acción eclesial propio de los fieles laicos es el de la vida familiar, social, profesional, política, cultural, deportiva, etc. Con esta presencia capilar en la vida de la diócesis evitarán que el carisma del movimiento pueda aparecer en ella como un cuerpo extraño. Es algo análogo a la inserción en una orquesta de un nuevo instrumento musical que, aún conservando sus características, se adecua a las particularidades que allí encuentra con el fin de producir una verdadera sinfonía, y esto gracias a la dirección del director de orquesta, que, en nuestro caso, es el obispo.
¿Y cómo entender la complementariedad entre institución y carisma?
Entre institución y carisma no puede haber contraposición -como no la hay entre Cristo y su Espíritu- sino complementariedad, cuya puesta en acto corresponde de modo especial al obispo diocesano, que debe evitar un excesivo y burocrático desarrollo de la dimensión institucional en detrimento de la carismática. Al reflexionar sobre la inserción de los movimientos en las Iglesias particulares existe la tentación de referirse de modo inapropiado al binomio institución-carismas, dejándose arrastrar por una dialéctica claramente inaceptable. En varias ocasiones Juan Pablo II subrayó que el aspecto institucional y el carismático de la Iglesia «son coesenciales». Se debe por tanto afirmar que en cada realidad de la Iglesia se encuentran tanto la dimensión institucional como la carismática, aunque en grado diverso. Sería por tanto equivocado concebir las estructuras pastorales diocesanas como meras organizaciones institucionales, como también sería equivocado colocar a los movimientos eclesiales en un ámbito puramente carismático sin referencias institucionales.
¿Y cuál sería la responsabilidad del obispo en promover esta complementariedad?
La importancia de que el ministerio sagrado sea entendido y vivido carismáticamente fue subrayada por Ratzinger, observando entre otras cosas que sólo así «no se da ningún agarrotamiento institucional: subsiste, en cambio, una apertura interior al carisma, una especie de olfato' hacia el Espíritu Santo y su acción [...] y se encontrarán vías de fecunda colaboración en el discernimiento de los espíritus». Puso en guardia del peligro ínsito en una excesiva institucionalización. La Iglesia tiene ciertamente necesidad de estructuras organizativas, también de derecho humano, pero si tales instituciones «se hacen demasiado numerosas y preponderantes ponen en peligro el ordenamiento y la vitalidad de su naturaleza espiritual. La Iglesia debe verificar continuamente su conjunto institucional, para que no se haga excesivamente pesado, no se agarrote en una armadura que sofoque la vida espiritual que le es propia y peculiar».
Usted concluyó hablando del obispo como servidor del Espíritu. ¿En qué sentido?
El obispo es el primer ministro del Espíritu Santificador. Ejerce una función de moderador, de episkopé, al servicio del Espíritu de Cristo, vigilando para que las diversas iniciativas apostólicas originadas por los carismas se desarrollen en la concordia y contribuyan a la edificación de la Iglesia en la fidelidad a la tradición apostólica. Su potestad no va por tanto entendida como el centro de cuya plenitud salen todos los ministerios y las iniciativas apostólicas en su Iglesia, sino como el centro que unifica, coordina, anima, promueve y modera, siempre consciente de la responsabilidad de secundar la acción multiforme del Espíritu.
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