Propone que la religión sea un asunto privado; pero su íntimo, inconfesable anhelo, consiste simplemente en eliminar la religión como realidad, tanto en lo público como en lo privado, empezando por lo primero
ABC
Se ha interpretado la ofensiva laicista anunciada por la vicepresidenta De la Vega como una especie de «liebre» -en afortunada expresión de Ignacio Camacho- que se lanza para desviar la atención de otros asuntos más conflictivos o perentorios.
Pero pecaríamos de ingenuidad si nos negásemos a avizorar el propósito de ingeniería social que subyace en la ofensiva. La sociedad está compuesta por individuos; y los individuos son, en su inmensa mayoría, religiosos por naturaleza. El Estado, como construcción estructural de la sociedad, tiene la obligación de atender la religiosidad de los individuos que la componen y de hallar soluciones que permitan que las distintas sensibilidades religiosas puedan coexistir en pacífica convivencia.
La Constitución española, al consagrar el principio de aconfesionalidad del Estado, dio solución a este problema: a la vez que ninguna religión tiene carácter estatal, los poderes públicos se comprometen a mantener relaciones de cooperación con las diversas confesiones, atendiendo a las creencias de la sociedad; de donde se desprende que dicha cooperación tiene que ser especial con la Iglesia Católica, por encarnar -históricamente, pero también hic et nunc- la fe mayoritaria de los españoles. Esta solución constitucional coincide con el ideal del Estado pluralista moderno; y supera por igual fórmulas coactivas de otras épocas (en donde una mayoría aspiraba a imponer su religión a los demás) y también la fórmula liberal, que propone que el Estado se mantenga ajeno o indiferente a las creencias religiosas de los ciudadanos.
El ideal laicista es una conjunción nefasta de la fórmula liberal y de las fórmulas coactivas de otras épocas. Propone que la religión sea un asunto privado; pero su íntimo, inconfesable anhelo, consiste simplemente en eliminar la religión como realidad, tanto en lo público como en lo privado, empezando por lo primero.
Y es que el laicismo sabe que una religión confinada en el ámbito privado no es religión propiamente dicha: la religión tiene que ser forzosamente social, puesto que el hombre lo es («zoon politikón», lo definió Aristóteles); y, en consecuencia, tendrá que irrumpir en la vida pública. Tratar de reprimir las manifestaciones sociales del sentimiento religioso, que es el más complejo de todos los afectos intelectuales, pero también el más tenaz y violento, sólo trae dolor al cuerpo social. Así ocurrió, por ejemplo, cuando a Azaña se le ocurrió decretar la desaparición repentina de la religión en España.
A nadie se le escapa que la nueva ofensiva laicista anunciada por el Gobierno tiene como único propósito extirpar el ascendiente de la religión católica sobre la sociedad española. Y ya se sabe que el hombre, extirpado de religión, empieza a supurar superstición.
El Gobierno entiende -y entiende bien- que la religión es la última defensa que protege al hombre frente a las supersticiones laicas. Entiende también que, confinada en el ámbito privado, la religiosidad del hombre se agosta y termina por fenecer. Y entiende, en fin, que, con su religiosidad fenecida, el hombre deviene más frágil y manipulable, más dúctil a cualquier ejercicio de ingeniería social.
Resulta muy dilucidador que la vicepresidenta De la Vega, a la vez que anunciaba la ofensiva laicista gubernamental, adelantase un rimbombante «Plan de Derechos Humanos». El hombre religioso sabe, como Benedicto XVI afirmó en su reciente discurso ante la Asamblea General de las Naciones Unidas, que los derechos humanos se basan en una ley natural inscrita en su corazón, presente en las diferentes culturas y civilizaciones; y que, por lo tanto, son universales y anteriores a cualquier forma de organización política.
El hombre al que le ha sido extirpada la religión no le queda sino abrazarse a la superstición laica, según la cual el sentido y la interpretación de esos derechos humanos pueden variar, dependiendo del contexto político de cada momento; de este modo, los derechos humanos dejan de ser una propiedad humana universal e inalienable, previa a cualquier forma de organización política, para convertirse en concesión graciosa del gobierno de turno, que podrá configurarlos a su libre antojo y hasta enajenarlos.
Creo, sinceramente, que la ofensiva laicista del Gobierno es mucho más que una liebre, querido Ignacio: es el caballo de Troya del Régimen.