Benedicto XVI presidió en la basílica vaticana la celebración eucarística por la solemnidad de Pentecostés. El Santo Padre recordó la palabra pronunciada por Jesús resucitado cuando se aparece a los discípulos en el Cenáculo, «¡Shalom, paz a vosotros!»
Benedicto XVI presidió en la basílica vaticana la celebración eucarística por la solemnidad de Pentecostés. El Santo Padre recordó la palabra pronunciada por Jesús resucitado cuando se aparece a los discípulos en el Cenáculo, «¡Shalom, paz a vosotros!».
En la homilía, el Santo Padre afirmó que el día de la venida del Espíritu Santo la Iglesia recibió un «bautismo de fuego»; «en Pentecostés, la Iglesia no queda constituida por la voluntad humana, sino por la fuerza del Espíritu de Dios. E inmediatamente se puede ver que este Espíritu da vida a una comunidad que es al mismo tiempo única y universal, superando así la maldición de Babel».
«De hecho -continuó-, sólo el Espíritu Santo, que crea unidad en el amor y en la recíproca aceptación de las diversidades, puede liberar a la humanidad de la constante tentación de una voluntad de potencia terrena que quiere dominar y uniformar todo».
Refiriéndose a «un aspecto peculiar de la acción del Espíritu Santo, la relación entre multiplicidad y unidad», Benedicto XVI señaló que ya en «Pentecostés queda claro que pertenecen a la Iglesia múltiples lenguas y culturas; en la fe pueden comprenderse y fecundarse mutuamente».
Desde su nacimiento, «la Iglesia es ya católica, universal. Habla desde el inicio todos los idiomas, pues el Evangelio que se le ha confiado está destinado a todos los pueblos, según la voluntad y el mandato de Cristo resucitado. La Iglesia que nace en Pentecostés no es ante todo una comunidad particular -la Iglesia de Jerusalén-, sino la Iglesia universal, que habla las lenguas de todos los pueblos».
«De ella -dijo- nacerán después las demás comunidades en todas las partes del mundo, Iglesias particulares que son siempre expresión de la única Iglesia de Cristo. Por tanto, la Iglesia católica no es una federación de Iglesias, sino una realidad única: la prioridad ontológica le corresponde a la Iglesia universal. Una comunidad que no fuera en este sentido católica, ni siquiera sería Iglesia».
El Papa puso de relieve que «el camino de la Palabra de Dios, iniciado en Jerusalén llega a su meta, porque Roma representa al mundo entero y encarna la idea de catolicidad».
La palabra pronunciada por Jesús resucitado cuando se aparece a los discípulos en el Cenáculo, «"¡Shalom", paz a vosotros!, no es -dijo- un simple saludo; es mucho más: es el don de la paz prometida, conquistada por Jesús con el precio de su sangre; es el fruto de su victoria en la lucha contra el espíritu del mal».
El Santo Padre invitó a renovar la conciencia de «la responsabilidad» que implica este don: «responsabilidad de la Iglesia de ser constitucionalmente signo e instrumento de la paz de Dios para todos los pueblos». En este contexto recordó que en su reciente visita a la sede de la ONU, trató de «transmitir este mensaje». Sin embargo, añadió, «no sólo hay que pensar en estos encuentros en la cumbre. La Iglesia realiza su servicio a la paz de Cristo sobre todo en la presencia y acción ordinarias entre los hombres, con la predicación del Evangelio y con los signos de amor y de misericordia que la acompañan».
Entre estos signos, subrayó principalmente el Sacramento de la Reconciliación. «¡Qué importante y por desgracia no suficientemente comprendido es el don de la Reconciliación, que pacifica los corazones!», exclamó.
«La paz de Cristo se difunde sólo a través de corazones renovados de hombres y mujeres reconciliados, servidores de la justicia, dispuestos a difundir en el mundo la paz con la única fuerza de la verdad, sin rebajarse a compromisos con la mentalidad del mundo, pues el mundo no puede dar la paz de Cristo: de este modo la Iglesia puede ser levadura de esa reconciliación que procede de Dios», concluyó.