Sólo con los ojos de una fe vivida nos encontramos realmente a nosotros mismos y adquirimos la magnífica visión de un mundo transformado por la verdad liberadora del Evangelio;
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En su obra inacabada, Ciudadela (reeditada en castellano por Alba, Barcelona 1998), Saint-Éxupéry imagina un pueblo próspero, que tenía unas grandes minas. De allí se extraían las piedras que luego, purificadas, se convertían en diamantes. Con ellos se iba construyendo un templo maravilloso. Y todos vivían para la edificación del templo: El sudor, las fatigas, el embrutecimiento, se transformaban en diamantes y luz.
Existían por el diamante, no en sí mismo, sino porque les llevaba a engrandecerse y transcenderse (no vives de las cosas, sino del sentido de las cosas). Su trabajo de sacar y acarrear las piedras se transformaba en una ofrenda de fiesta. Cada diamante era un año de trabajo cambiado en estrella, era movimiento de amor. En aquel sacrificio se daban a su dios y a los demás, y recibían todo de ellos. Por eso los diamantes eran el sentido de su vida y de su muerte. Eran como su arpa para cantar.
Pero un día se rebelaron: ¡Yo, yo, yo!, decían, y rehusaban someterse al diamante. Yo, decían, golpeándose el vientre, como si hubiera alguien ahí dentro. Lo mismo que si las piedras del templo dijeran: Yo, yo, yo
.
Ya no querían llegar a ser otra cosa que, asumiendo el todo de su vida, les elevara sobre sí mismos. Únicamente querían sentirse alabados por sí mismos, y no por aquello que podían llegar a ser y construir. En lugar del diamante, se proponían a sí mismos como modelo. Pero ahora eran feos, porque sólo eran bellos en el diamante. Porque las piedras son bellas en el templo. Porque el árbol es bello en el dominio. Porque el río es bello en el imperio. Y se canta al río: Tú, el que nutres nuestros rebaños; tú, sangre lenta de nuestras llanuras; tú, el conductor de nuestros navíos
Pero ellos se estimaban (a sí mismos) como mira y como fin. Y se interesaban únicamente en lo que les servía, no en servir a algo más alto que ellos mismos.
Y por eso
asesinaron a los príncipes, redujeron a polvo los diamantes para repartírlos entre todos, metieron en los calabozos a los que, buscadores de la verdad, hubieran podido dominarlos un día. Ya es hora, decían, que el templo sirva a las piedras.
Y todos se marchaban enriquecidos, pensaban ellos, con su pedazo de templo, ¡pero desposeídos de su parte divina y transformados en simples escombros!
Recordé esta historia, muchas veces repasada, mientras leía la predicación de Benedicto XVI en la catedral de San Patricio, Nueva York (un día yo también recé allí, sumergido entre los rascacielos, al borde de la Quinta Avenida). Una predicación enraizada en las enseñanzas de los apóstoles (especialmente de Pedro) y en la Tradición de los Padres de la Iglesia.
El Papa dijo que la catedral es casa de oración para todos los pueblos en medio del trasiego de Manhattan, y que sus vidrieras ilustran el misterio de la Iglesia misma, cuando se ven desde dentro; aunque los pecados y las debilidades, propias y ajenas, oscurezcan con frecuencia esa visión. Y yo me acordaba de aquél dicho medieval: La Iglesia, no son las piedras, son los cristianos. En los templos se representa cómo, desde el corazón de los hombres, el Espíritu Santo alienta la edificación del cosmos bajo la guía segura del aparejador del universo (Cristo).
Como aquella catedral, la Iglesia ha sido diseñada con una unidad nacida de la tensión dinámica de diferentes fuerzas que empujan la arquitectura hacia arriba, orientándola hacia el cielo; una unidad que se consigue por la conversión y el sacrificio (la entrega) de cada uno, según sus dones, al servicio de todos. Dios quiere que los hombres lleguen a ser espléndidos diamantes, piedras vivas del templo que Él está levantando justamente ahora en el mundo. Como faros de esperanza, por la penitencia y el perdón, la humildad y la pureza.
Las torres de esa catedral recuerdan la constante nostalgia del espíritu humano de elevarse hacia Dios. Aunque han sido superadas físicamente por los rascacielos, no son superables en su significado espiritual. Así les dijo el Papa a los jóvenes el día siguiente en el Yankee Stadium: La auténtica libertad, la libertad de los hijos de Dios, se encuentra sólo en la renuncia al propio yo. Sólo con los ojos de una fe vivida nos encontramos realmente a nosotros mismos y adquirimos la magnífica visión de un mundo transformado por la verdad liberadora del Evangelio; con una atención preferencial por los más indefensos, como los niños que están aún en el seno materno, los pobres, los necesitados y los sin voz.
Así descubriremos que nuestra vida puede ser valiosa si no como un diamante, al menos como un poco de sal o de luz, en las familias, los trabajos y las culturas, la promoción de los Derechos humanos y la paz, el ecumenismo y el diálogo con las religiones, el ocio y el deporte, la salud y la enfermedad
colaborando para vivificar e iluminar la edificación de ese Templo que no se termina.
Ramiro Pellitero, profesor de Teología pastoral en la Universidad de Navarra