Eliminada la religión, la moral tiende a absolutizarse, y el moralismo se transforma en inmoralismo
Gaceta de los Negocios
El inquisidor laico se caracteriza por su inconmovible seguridad en la excelencia ética de la falta de convicciones religiosas y por su furor en impugnar toda moral que apele, de un modo u otro, a la religión. Lo paradójico de su tipología es que sustituye el presunto entusiasmo de los seguidores de credos y confesiones por un celo no menos combativo en la predicación de un laicismo que supone sin tacha.
Un ejemplo reciente lo ofrece, en el periódico global en español, Francisco Laporta, catedrático de la Universidad Autónoma de Madrid. En su artículo Moral del laico, Laporta se admira de que grandes desastres morales contemporáneos se hayan producido en nombre de creencias religiosas. Y le sorprende que detrás de la apoteosis del libre mercado, con sus consecuencias de hambre y pobreza, se encuentren credos que pretenden ofrecer orientaciones morales a sus fieles. Frente a ellos, defiende denodadamente la superioridad moral del laico sobre el creyente.
Pero el inquisidor laico debería comenzar por el modesto ejercicio de una ética de la actividad intelectual que le llevara a respetar los hechos históricos. Un rápido repaso al siglo XX ofrece datos clamorosos y difícilmente cuestionables. Los ataques de mayor crueldad y extensión a la vida y la dignidad de mujeres y hombres han sido protagonizados por los seguidores de ideologías que propugnaban un laicismo radical, y perseguían hasta el genocidio a los creyentes de diversas religiones. Es el caso del comunismo soviético y del nazismo germano. ¿No era radicalmente laico Adolf Hitler? ¿No eran ateos y antirreligiosos Lenin y Stalin? ¿No provocaron decenas de millones de muertes e hicieron sufrir a naciones enteras suplicios y padecimientos que hasta recordarlos da pavor?
Para refrescar la memoria histórica, sin necesidad de documentarse en los archivos, bastaría acudir a libros recientemente publicados como la excelente novela Vida y destino de Vasili Grossman o la polémica pero muy reveladora obra de Jonathan Littell titulada Las benévolas.
No es fácil evidenciar en nuestro tiempo una excelencia ética del laicismo, impuesto con violencia por asesinos a gran escala como Mao y Pol Pot. El espectáculo de los cráneos apilados en Camboya constituye un testimonio gráfico suficientemente ilustrativo. Por otra parte, el capitalismo liberal más extremo no proviene del catolicismo, como Laporta parece sugerir, sino que se inspira en el protestantismo y en la Ilustración.
Desde luego, Juan Pablo II ha sido reconocido en todo el mundo como el protagonista definitivo de la caída de un muro que escondía tras de sí el terror puro. Pero recordemos además que Karol Wojtyla escribió una encíclica titulada Sollicitudo rei socialis, cuyo tenor justiciero no se encuentra en ningún programa político. Y hoy mismo cabe observar que la izquierda laicista no es precisamente una defensora de los más pobres en Europa. Sin ir más lejos, la España socialista registra un escandaloso y creciente desnivel entre el aumento de las rentas del capital y la retribuciones de los directivos, por una parte, y el estancamiento de los salarios de mileuristas y emigrantes, por otra.
¿A quién comienza a perjudicar la crisis y el paro? El laicismo se traduce a veces en actitudes éticas tan dudosas como la eutanasia no aceptada quizá por el paciente presuntamente terminal y las prácticas abortivas en fases tan avanzadas que dificultan su diferenciación con el infanticidio.
En moral nadie puede arrojar la primera piedra, y no seré yo quien, a mi vez, caiga en las mismas paradojas que denuncio. Laporta apoya someramente su laicismo en una interpretación expeditiva (y, a mi juicio, errónea) de Kant y en una cita precipitada de Platón. Las relaciones entre ética y religión constituyen un problema teórico tan agudo que justifica una reposada relectura de Kierkegaard.
Eliminada la religión, la moral tiende a absolutizarse, y el moralismo se transforma en inmoralismo. Nadie tan implacable como los puritanos y jacobinos. Golpean nuestras mentes hasta que penetre en ellos su verdad. Confunden la ética con la legislación, y nos abruman con reglamentos y regulaciones cada vez más capilares. Más les valiera respetar la libertad, de la que toda moral surge y a la que toda moral retorna.
Alejandro Llano es catedrático de Metafísica