Un diálogo constructivo entre culturas y civilizaciones sólo es posible sobre la base de una búsqueda común de la verdad y de la convicción que ésta puede darse con validez absoluta de nuestras categorías humanas
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Me permito empezar con un pensamiento políticamente incorrecto: Toda cultura es digna de respeto, lo cual no significa que todas las culturas tengan el mismo valor.
Soy consciente que tal idea se opone directamente al relativismo cultural, pero entiendo que no todas las manifestaciones culturales que se han desarrollado a lo largo de la historia de la humanidad son idénticas en cuanto a valor y a trascendencia histórica. A pesar de que tal afirmación pueda tener remilgos eurocéntricos, la cultura no es homogénea desde el punto de vista de su valor.
La pluralidad de culturas nace de las potencialidades de la naturaleza humana y puede por tanto considerarse como un bien que manifiesta la perfección de la naturaleza. Con san Agustín se podría decir que toda cultura es un modo de ser hombre y, por tanto, un nuevo bien que se añade a la específica perfección humana. La pluralidad de culturas es un desplegarse del ser. Las diversas culturas son, en definitiva, modos diversos de afrontar la cuestión del significado de la existencia personal.
Toda cultura es, en definitiva, un esfuerzo de reflexión sobre el misterio del mundo y en particular trascendente de la vida humana, es portadora de un misterio que merece respeto, pero si toda cultura tiene su dignidad, no por ello todo valor cultural es intocable.
No podemos olvidar que toda cultura, en cuanto realidad humana, tiene elementos negativos. Es evidente que muchos elementos que llamamos culturales son, en realidad, anticulturales, porque no construyen ni desarrollan el ser de la persona.
Es un contrasentido hablar de cultura de la muerte o de cultura de la violencia. En las culturas subsisten contravalores, estructuras y situaciones de injusticia y de alienación que no merecen ser ni protegidas ni conservadas, por mucho que pertenezcan al patrimonio ancestral de un pueblo.
La lista de tales supuestas manifestaciones culturales es interminable: clitoridectomía, poligamia, sacrificios humanos, discriminación de la mujer, aborto, infanticidio, abandono de recién nacidos, privación de libertad religiosa entre otras muchas aberraciones. Al igual que el ser humano, también la cultura debe purificarse permanentemente y revisarse críticamente.
El diálogo entre las culturas y la superación de los elementos contrarios a la dignidad del hombre son los puntos en torno a los que se debe construir una auténtica multiculturalidad, igualmente distante de la unificación y de la exasperación de la diversidad. La cuestión del diálogo intercultural no se puede separar de la cuestión de la verdad y de las capacidades del hombre para hallarla.
Un diálogo constructivo entre culturas y civilizaciones sólo es posible sobre la base de una búsqueda común de la verdad y de la convicción que ésta puede darse con validez absoluta de nuestras categorías humanas.
La pluralidad de propuestas culturales, religiosas y de modelos de vida, no siempre constituye una ocasión de enriquecimiento. Más aún, puede ser la causa de la pérdida de la propia identidad.
Ante esta multiplicidad, y bajo la presión de una persistente propaganda, que machaconamente insiste en la absoluta validez de todas las culturas, se corre el riesgo de perder la propia identidad.
Cuando todo vale lo mismo, nada vale nada.