La laicidad en la Iglesia podría perderse tanto por clericalismo de la jerarquía o de los propios laicos -si actúan como "mandados" de los sacerdotes-, como por no utilizar la citada índole secular al servicio del reino de Dios
Las Provincias
No escribo sobre la laicidad del Estado, sino de la que da título a estas líneas: su valor dentro de la Iglesia, cómo se manifiesta, respeto que merece, etc. El laico es el cristiano de la calle, con mentalidad de la calle. Como indica la Lumen Gentium, el carácter secular es propio y peculiar de los laicos. La razón esgrimida es que a ellos corresponde, por propia vocación, tratar de obtener el reino de Dios gestionando los asuntos temporales para intentar ordenarlos según Dios, lo que no significa soslayar ni huir de sus leyes naturales.
El concilio proclamó la radical igualdad entre los miembros de la Iglesia -por eso, todos están llamados, sin distinción, a la santidad-, aunque se ocupen de tareas funcionalmente diversas. La razón es el Bautismo, en el que se residencia la dignidad esencial de todo cristiano, sus señas de identidad: hijo de Dios en Cristo por la gracia del Espíritu Santo. ¿Para qué? Para hacer presente a Cristo en todas las actividades humanas, con libertad y responsabilidad personales. Dicho con Juan Pablo II en Christifideles laici: "El mundo se convierte en el ámbito y el medio de la vocación cristiana de los fieles laicos".
San Josemaría Escrivá, predecesor de esta doctrina desde 1928, hablaba de alma sacerdotal -aludiendo a la misión corredentora del laico- y de mentalidad laical, en referencia al lugar de esa tarea y al talante con que habría de llevarse. Expresa lo mismo Juan Pablo II al precisar que el ser y actuar en el mundo son para los fieles laicos, no sólo una realidad sociológica y antropológica, sino también teológica y eclesial. Todo ello con raíces profundas en la Encarnación del Verbo, que nos redime, asume y valora las realidades del mundo.
Se pueden plantear que la igualdad radical lleva a una conclusión: el laico debe obedecer al gobierno y magisterio de la jerarquía -también esta debe hacerlo-, pero no necesita ninguna credencial jerárquica -le basta el Bautismo- para realizar su tarea eclesial en el mundo, con toda la libertad que Dios le otorga, "sin poner limitación alguna a su independencia santa y a su bendita responsabilidad individual, que son características de una conciencia cristiana" (Es Cristo que pasa).
Esto requiere el alimento de la formación, la oración y la vida sacramental; y el derecho a que los pastores lo proporcionen. Por ser Iglesia, vivirá su responsabilidad de hijo de Dios sin necesidad de una tutela jerárquica que supusiera considerarlo no fiable o menor de edad, aunque sí precisa atención para que actúe según el Evangelio. La laicidad en la Iglesia podría perderse tanto por clericalismo de la jerarquía o de los propios laicos -si actúan como "mandados" de los sacerdotes-, como por no utilizar la citada índole secular al servicio del reino de Dios, o por asumir modos o tareas impropios de ella.
Se tratará también de trabajar mucho y bien, sin descuidar otras obligaciones capitales, como la familia: si es casado, atención del otro cónyuge, ejercicio generoso de la paternidad responsable, educación esmerada de los hijos. Habría que referirse a la honradez cristiana en las relaciones laborales, al ejercicio de las virtudes en la vida corriente -justicia, comprensión, perdón, servicio, rectitud, templanza, etc.-, a la atención con los desfavorecidos, a ser valientes, para que, sin alardes, se note por los hechos que son Cristo entre los hombres, al empeño para no dejarse absorber por una actitud consumista, etc. Todo esto vivido en la existencia corriente.
No se trata de reivindicaciones. No tendrían sentido en ese organismo que es la Iglesia, cuya cabeza es Cristo; pero sí es preciso procurar que cada miembro esté vivo y cumpla al completo su misión. Tan impropio es que un laico busque desempeñar determinadas tareas eclesiásticas -no digo eclesiales-, si no es por suplencia legítima, como que un clérigo -tal vez con el ánimo de certificar el buen espíritu- realice trabajos propios de un laico, lo considere una persona a su servicio o piense que asegura mejor la presencia de la Iglesia situando a un cura en el centro de determinadas actividades.
Algunas otras conclusiones que el fundador del Opus Dei consideraba en una memorable homilía: no podemos ser como esquizofrénicos si queremos ser cristianos, decía de la doble vida originada cuando el bautizado acude a ceremonias sagradas, se incrusta en una sociología eclesiástica pero no se encuentra con el mundo común. Es ese mundo -donde están nuestros hermanos los hombres, nuestras aspiraciones, nuestros amores...- el lugar de nuestro encuentro con Cristo. Huye del "catolicismo oficial" del laico que desea confesionalizar sus soluciones temporales, invita a ser honrados para pechar con la propia responsabilidad, a no mezclar a la Iglesia en banderías humanas, a respetar a los que proponen soluciones distintas en temas opinables, etc. Vale la pena leer esa homilía: Amar al mundo apasionadamente.