Publicamos la intervención que pronunció Benedicto XVI este miércoles durante la audiencia general en la que meditó sobre el Triduo Pascual, que comienza el Jueves Santo y culmina con la Vigilia Pascual.
Queridos hermanos y hermanas:
Hemos llegado a la vigilia del Triduo Pascual. Los próximos tres días son llamados comúnmente «santos», porque nos hacen revivir el acontecimiento central de nuestra Redención; nos reorientan hacia el núcleo esencial de la fe cristiana: la pasión, la muerte y la resurrección de Jesucristo. Son días que podríamos considerar como un solo día: constituyen el corazón y el fulcro de todo el año litúrgico, así como de la vida de la Iglesia. Al final del camino cuaresmal, nos disponemos también nosotros a entrar en el clima mismo que Jesús vivió entonces en Jerusalén. Queremos despertar en nosotros la memoria viva de los sufrimientos que el Señor padeció por nosotros y prepararnos para celebrar con alegría, el próximo domingo, «la verdadera Pascua, que la sangre de Cristo ha recubierto de gloria, la Pascua en la que la Iglesia celebra la fiesta que constituye el origen de todas las fiestas», como dice el prefacio para el día de Pascua del rito ambrosiano.
Mañana, Jueves Santo, la Iglesia hace memoria de la Última Cena, en la que el Señor, en la vigilia de su pasión y muerte, instituyó el Sacramento de la Eucaristía, y el del Sacerdocio ministerial. En esa misma noche, Jesús nos dejó el mandamiento nuevo, «mandatum novum», el mandamiento del amor fraterno.
Antes de entrar en el Triduo Santo, aunque íntimamente ligado a él tendrá lugar en cada comunidad diocesana, mañana por la mañana, la Misa Crismal, en la que el obispo y los sacerdotes del presbiterio diocesano renuevan las promesas de la Ordenación. También se bendicen los óleos para la celebración de los sacramentos: los óleos de los catecúmenos, los de los enfermos, y el santo crisma. Es un momento particularmente importante para la vida de cada comunidad diocesana que, reunida en torno a su pastor, reafirma la propia unidad y la propia fidelidad a Cristo, único sumo y eterno sacerdote.
En la noche, en la misa en la Cena del Señor se hace memoria de la Última Cena, cuando Cristo se entregó a todos nosotros como alimento de salvación, como medicina de inmortalidad: es el misterio de la Eucaristía, fuente y cumbre de la vida cristiana. En este sacramento de salvación, el Señor ha ofrecido y realizado para todos aquellos que creen en Él la unión más íntima posible entre nuestra vida y su vida.
Con el gesto humilde pero sumamente expresivo del lavatorio de los pies, se nos invita a recordar lo que el Señor hizo a sus apóstoles: lavándoles los pies proclamó de manera concreta el primado del amor, amor que se hace servicio hasta el don de sí mismos, anticipando también así el sacrificio supremo de su vida que se consumirá el día después, en el Calvario. Según una hermosa tradición, los fieles concluyen el Jueves Santo con una vigilia de oración y de adoración eucarística para revivir más íntimamente la agonía de Jesús en el Getsemaní.
El Viernes Santo es la jornada que recuerda la pasión, crucifixión y muerte de Jesús. En este día, la liturgia de la Iglesia no prevé la celebración de la santa misa, pero la asamblea cristiana se reúne para meditar en el gran misterio del mal y del pecado que oprimen a la humanidad, para recorrer, a la luz de la Palabra de Dios y ayudada por conmovedores gestos litúrgicos, los sufrimientos del Señor que expían este mal.
Después de haber escuchado la narración de la pasión de Cristo, la comunidad reza por todas las necesidades de la Iglesia y del mundo, adora a la Cruz y se acerca a la Eucaristía, consumando las especies conservadas de la misa en la Cena del Señor del día precedente.
Como invitación ulterior a meditar en la pasión y muerte del Redentor y para expresar el amor y la participación de los fieles en los sufrimientos de Cristo, la tradición cristiana ha dado vida a diferentes manifestaciones de piedad popular, procesiones y representaciones sagradas, que buscan imprimir cada vez más profundamente en el espíritu de los fieles sentimientos de auténtica participación en el sacrificio redentor de Cristo.
Entre éstos, destaca el Vía Crucis, ejercicio de piedad que con el paso de los años se ha ido enriqueciendo con diferentes expresiones espirituales y artísticas ligadas a la sensibilidad de las diferentes culturas. De este modo han surgido en muchos países santuarios con el nombre de «calvarios» hasta los que se llega a través de una salida empinada, que recuerda el camino doloroso de la Pasión, permitiendo a los fieles participar en la subida del Señor al Monte de la Cruz, el Monte del Amor llevado hasta el final.
El Sábado Santo se caracteriza por un profundo silencio. Las Iglesias están desnudas y no están previstas liturgias particulares. Mientras esperan el gran acontecimiento de la Resurrección, los creyentes perseveran con María en la espera, rezando y meditando. Hace falta un día de silencio para meditar en la realidad de la vida humana, en las fuerzas del mal y en la gran fuerza del bien que surge de la Pasión y de la Resurrección del Señor.
Tiene una gran importancia en este día la participación en el Sacramento de la reconciliación, indispensable camino para purificar el corazón y predisponerse para celebrar la Pascua íntimamente renovados. Al menos una vez al año, tenemos necesidad de esta purificación interior, de esta renovación de nosotros mismos. Este Sábado de silencio, de meditación, de perdón, de reconciliación desemboca en la Vigilia Pascual, que introduce el domingo más importante de la historia, el domingo de la Pascua de Cristo.
La Iglesia vela junto a fuego nuevo bendito y medita en la gran promesa, contenida en el Antiguo y en el Nuevo Testamento: la liberación definitiva de la antigua esclavitud del pecado y de la muerte. En la oscuridad de la noche, a partir del fuego nuevo se enciende el cirio pascual, símbolo de Cristo que resucita glorioso. Cristo, luz de la humanidad, despeja las tinieblas del corazón y del espíritu e ilumina a cada hombre que viene al mundo. Junto al cirio pascual, resuena en la Iglesia el gran anuncio pascual: Cristo ha resucitado verdaderamente, la muerte ya no tiene poder sobre Él. Con su muerte, ha derrotado el mal para siempre y ha donado a todos los hombres la vida misma de Dios.
Según una antigua tradición, durante la Vigilia Pascual, los catecúmenos reciben el Bautismo para subrayar la participación de los cristianos en el misterio de la muerte y de la resurrección de Cristo. De la esplendorosa noche de Pascua, la alegría, la luz y la paz de Cristo se extienden en la vida de los fieles de toda comunidad cristiana y llegan a todos los puntos del espacio y del tiempo.
Queridos hermanos y hermanas: en estos días particulares, orientemos decididamente la vida hacia una adhesión generosa y convencida a los designios del Padre celestial; renovemos nuestro «sí» a la voluntad divina, como hizo Jesús con el sacrificio de la cruz. Los sugerentes ritos del Jueves Santo, del Viernes Santo, el silencio henchido de oración del Sábado Santo y la solemne Vigilia Pascual, nos ofrecen la oportunidad de profundizar en el sentido y en el valor de nuestra vocación cristiana, que surge del Misterio Pascual, y concretizarla en el fiel seguimiento de Cristo en toda circunstancia, como hizo Él, hasta la entrega generosa de nuestra existencia.
Hacer memoria de los misterios de Cristo significa también vivir en adhesión profunda y solidaria con el hoy de la historia, convencidos de que lo que celebramos es realidad viva y actual. Llevamos, por tanto, en nuestra oración el carácter dramático de los hechos y de las situaciones que en estos días afligen a muchos hermanos y hermanas nuestros de todas las partes del mundo.
Nosotros sabemos que el odio, las divisiones, las violencias, no tienen nunca la última palabra en los acontecimientos de la historia. Estos días vuelven a alentar en nosotros la gran esperanza: Cristo crucificado ha resucitado y ha vencido al mundo. El amor es más fuerte que el odio, ha vencido y tenemos que asociarnos a esta victoria del amor.
Por tanto, tenemos que volver a comenzar a partir de Cristo y trabajar en comunión con él por un mundo basado en la paz, en la justicia y en el amor. En este compromiso, que involucra a todos, dejémonos guiar por María, quien acompañó al Hijo divino por el camino de la pasión y de la cruz, y que participó, con la fuerza de la fe, en la aplicación de su designio salvífico. Con estos sentimientos, os hago llegar ya desde ahora mis mejores deseos de feliz y santa Pascua a todos vosotros y a vuestras comunidades.
Traducción del original italiano por Jesús Colina
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