El número de los consumidores de basura no altera la naturaleza del producto consumido
Gaceta de los Negocios
En una carta dirigida a John Stuart Mill, fechada el 18 de marzo del año 1841, escribía Tocqueville: La enfermedad más grave que amenaza a un pueblo organizado como el nuestro es la debilitación gradual de las costumbres, el rebajamiento del espíritu, la mediocridad de los gustos; de este lado están los grandes peligros del futuro. Y no conozco guía más segura que Tocqueville para adentrarnos en la comprensión de la naturaleza de las sociedades democráticas.
Acaso sea la televisión el más extendido escaparate y el más visible de los síntomas del desplome moral que sufre nuestra sociedad. Y lo peor es que tal vez sea más el espejo (aunque sea un cóncavo) de la realidad creadora de su imagen. Pues la responsabilidad tiene varios rostros, más que Jano. La primera corresponde a los dirigentes de las emisoras, públicas y privadas, más grave aún en el primer caso, con mención especial a esos grandes grupos multimedia, que, en ocasiones, amparan la (relativa) respetabilidad de alguno de sus medios con la indecente fuente de financiación derivada de otros. Y, por supuesto, de los que son creadores y directores de los programas. Aunque la basura audiovisual no se limita a ellos, me refiero especialmente a los programas en los que se airean los más deplorables aspectos de la vida privada de los famosos (el término está pasando a adquirir un sentido peyorativo) y a los que simulan la exhibición de fingidas y degradadas vidas reales.
En segundo lugar, la responsabilidad corresponde a los que participan y colaboran en esos programas, verdaderos profesionales de la indignidad y mercaderes de la desvergüenza. Y también, naturalmente, a los anunciantes. Pero no acaba aquí la cosa. También son responsables los espectadores, sin cuya pasiva colaboración la miseria moral no sería nada rentable. Es quizá este el aspecto más triste, pues revela el grado de degradación intelectual y moral que está demoliendo nuestra sociedad, y que, por cierto, explica muchas cosas que algunos no acaban de entender.
Y los poderes públicos. Tienen responsabilidad tanto por lo que hacen (en los medios de titularidad pública) como por lo que dejan hacer (en los demás). No se trata tanto de promover la censura (aunque desde el lado liberal, por ejemplo Popper, se haya llegado a postular la necesidad de una censura en televisión) como de establecer límites a la libertad, no tanto en sí misma, como en función del contexto.
Las circunstancias son relevantes para la valoración de las acciones. Mill defendía, por ejemplo, el derecho de un profesor de economía a defender la tesis de la vinculación entre el encarecimiento artificial del precio del trigo y el hambre que padece la población. Pero una declaración semejante, pronunciada por un orador ante el domicilio de un comerciante de trigo, en presencia de una multitud indignada, dejaba de ser un ejercicio lícito de la libertad de expresión para convertirse en una ilícita inducción a la comisión de un delito. Del mismo modo, no discuto tanto la permisividad y tolerancia de este tipo de programas como su emisión en medios que se conciben como servicio público, nacidos de concesiones públicas, en régimen abierto y, más aún, dentro de un horario infantil.
La solución pasa, entonces, por retirar toda clase de licencia para emitir en abierto a todos aquellos que, de una manera u otra, atenten contra el bien común. El número de los consumidores de basura no altera la naturaleza del producto consumido. Promover la destrucción del demos y, a la vez, invocar el sufragio universal es una perversión suicida.
Se trata de combatir la enfermedad más grave que padecemos y que conduce al imperio, no ya de la mediocridad, sino al de la indecencia moral, al más sórdido rebajamiento del espíritu.